24 de diciembre, 2016
Dentro de su camioneta, sumido en el silencio de la mañana de la víspera navideña, Diego contemplaba el exterior a través del parabrisas empañado. El frío penetraba sus huesos mientras el vaho de su respiración se desvanecía en el aire gélido. El contraste entre la temperatura dentro y fuera del vehículo se reflejaba en la condensación que cubría los vidrios, distorsionando levemente la vista del mundo exterior. La luz del amanecer ya se había hecho paso entre las sombras de la noche, tiñendo, a esa hora del día, el paisaje con tonos azules y grises. Ya se podía notar que el sol se escondería entre las nubes, tanto como él lo hacía en su vehículo en ese momento.
El aroma a humedad se mezclaba con el olor a césped mojado y aires navideños. Diego se debatía en su interior, indeciso entre confrontar sus recuerdos y poner fin a la tormenta interna que lo atosigaba, o dejar que el pasado permaneciera en su lugar, enterrado bajo capas de tierra y olvido.
Sentía el corazón desbocado dentro del pecho, consciente de que era la ansiedad la que motivaba aquel ritmo frenético. Entonces, pensó en Roberta y en Santi, esperando que la idea de las dos personas que más amaba en el mundo, lo reconfortara lo suficiente. Recordó lo hermosa que había visto a su mujer esa mañana, dormida profundamente, vestida con el conjunto de shorts y camiseta de tiritas color azul marino que escogió ayer, y su despampanante cabello rojo regado por las inmaculadas sábanas blancas, con Santi entre los brazos, tan dormido como ella, pues el pequeño se había infiltrado en la madrugada en la habitación de los dos para dormir entre ellos.
Pese a que la imagen de su familia lo hizo sonreír, esta no logró apaciguar la tormenta que se expandía desde el centro al resto de su cuerpo. Respiró profundo y apoyó la cabeza en el asiento, esperando y esperando, como si una señal divina se le tuviera que presentar al frente para darle el empujón que necesitaba para salir del coche.
Aquella señal jamás llegó, pero fue el conocimiento y la necesidad de cerrar este capítulo de su vida, el que lo obligó a abrir la puerta finalmente y poner ambos pies sobre el verde césped.
Cerró la puerta tras de él, aseguró su camioneta y a largas zancadas se acercó a destino, rápido, como si temiera que un hebra de pensamiento represivo lo disuadiera de aquello que se había convencido hacer hace menos de dos segundos.
Cuando finalmente llegó a donde se dirigía, se detuvo en seco, y, como si se hubiese quedado petrificado, se quedó frente a aquello en lo que no había pensado conscientemente en varios meses, pero que se había quedado en el fondo de su mente como un repiqueteo incesante. El pecho se le oprimió aún más, al punto que le fue difícil respirar. Cerró los ojos, muy fuerte, tratando de mantener la calma; respiró profundamente, una, dos, tres veces. Cuando abrió su mirada, se dio cuenta que las lágrimas ya se acumulaban al borde de sus ojos.
La tumba de su padre estaba tan limpia como el día en el que fue enterrado. Su nombre, en letras negras y fuente formal, le recordaron lo imponente que fue su presencia y el miedo que tanto le tuvo gran parte de su vida, hasta que aquel se convirtió en rabia y puro resentimiento. En la espesa bruma de las malas memorias, trató de pensar en buenas experiencias junto a su padre, alguna risa compartida, alguna complicidad entre los dos, quizás un cariño a penas develado, y ciertamente los encontró. Lamentablemente, cada uno de esos gestos que León Bustamante tuvo con su hijo, estaban bajo el jugo de sus artimañas y manipulaciones, cuando su hijo menor, la oveja negra de su rebaño, hacía lo que él quería, o fingía hacerlo.
Estando completamente solo en ese lugar, se permitió llorar como no lo había hecho nunca por su padre, desde que decidió cortar toda relación con él. Recordó los años tumultuosos bajo su protección, las discusiones interminables, las imposiciones que le robaron la libertad. Aún resonaban en su mente las palabras severas y los gestos de desaprobación que tanto lo hicieron dudar de su valía como hombre y como persona. Inevitable fue que los recuerdos y sus conjeturas lo llevaran al tan conocido resentimiento por lo único que realmente nunca le había podido perdonar, porque de la reprochablemente larga lista de agravios que León había cometido, la separación con Roberta era finalmente lo que englobaba todo.
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No me olvides
RomanceDiego y Roberta juraron amarse para siempre, sin embargo la vida y sus peripecias no se los permitió. Cada uno tomó su camino, sin saber que eran parte de un círculo que los volvería a encontrar de frente. Hoy, ambos deben enfrentar los demonios de...