Epílogo IV

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04 de mayo, 2018

El familiar sonido que emitía su teléfono celular ante una llamada entrante, interrumpió la música que ambientaba la camioneta. Diego desvió la mirada a la pantalla táctil por un segundo a través de sus lentes de sol y sonrió instintivamente al descubrir que la llamada provenía de su casa. Soltó la palanca de cambios y presionó el botón verde para aceptar.

—¿Bueno? —dijo justo en el momento en que se orillaba en la calle al estacionar.

—¿Papá? —la alegre voz de Santi llenó todo el vehículo.

—Hola, campeón, ¿cómo estás?

—Bien... ¿Ya vienes?

—En un rato, aún me quedan cosas por hacer. ¿Por qué?, ¿Pasó algo?

—Nada, solo quería decirte que no te olvides de comprar las figuritas para mi álbum del mundial. No quiero que Max me gane y lo complete primero.

—No te preocupes, ya las compré —dijo riendo.

—¡Genial! ¿Cuando llegues las pegamos juntos?

—Claro que sí... ¿Cómo te fue en el colegio?

—Mmm... bien... Me tengo que ir...

—Santi...

—Mi mamá me está llamando, papi —lo interrumpió con voz dulzona—. Te quiero mucho, adiós.

Diego se quedó con el ceño frunció y el sonido de la línea muerta sonando por los altavoces. Trató de no hacerlo, pero fue inevitable que una sonrisa le curvara los labios, pues ya podía escuchar a Roberta quejarse de la nueva travesura que, muy posiblemente, había hecho Santiago en el colegio el día de hoy. La verdad era que, tanto Roberta como él, tenían ya un pase libre a hablar con la profesora de su hijo, ya que a menudo ella les pedía un momento para hablar de las diabluras que hacía Santiago, siempre en compañía de Max, que en su incansable inocencia, seguía a su primo en todo lo que este le proponía.

A esta altura, habría esperado que Santiago hubiese aprendido que las travesuras podía cometerlas de lunes a jueves, pues esos eran los días en los que él iba a recogerlo al colegio,  y, por lo tanto, la maestra hablaba con él. Pero los viernes, como hoy, era Roberta quien cumplía con esa labor, ya que ese día a la semana, ella trabajaba solo media jornada en la fundación donde ejercía como abogada, y se ocupaba de los niños para que él pudiera trabajar en la productora todo el día. No es que fuera menos severo que su esposa para regañarlo, aunque sabía que, en el fondo, algo había de eso, pero para Santi no era lo mismo que él lo reprendiera, a que lo hiciera su madre. Al pequeño, el corazón se le partía en dos cuando Roberta dejaba de verlo o hablarle de esa forma cariñosa que estaba tan acostumbrado a recibir.

Sacudió la cabeza, ya deseando estar en casa, no solo para saber la última de su hijo mayor, sino para estar con Roberta y, por supuesto, con su pequeña Julieta. Su princesa, ya de casi nueve meses, le había robado el corazón, tanto o más como lo había hecho su madre, la primera vez que la vio. Tal como esperó y deseó, cada rasgo de su carita reflejaba la belleza de Roberta: los mismos ojos grandes y expresivos, de un marrón cálido que parecía contener todo el amor del mundo, y esa sonrisa, tan brillante y contagiosa, que iluminaba cualquier habitación. A pesar de su corta edad, ya mostraba destellos de la personalidad fuerte y aguerrida que parecía ser una característica inherente a la familia Bustamante-Reverte. Tenía esa chispa indomable, esa ansia por descubrir el mundo, y aunque su energía podía parecer desafiante, había en ella una dulzura profunda y una capacidad de amor que a él le demostraba cada vez que lo veía, pues se derretía entre sus brazos tanto como él lo hacía con ella.

No me olvidesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora