Epílogo VI

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27 de abril, 2019

Hoy era el día perfecto para una boda, fue en lo primero que pensó Roberta cuando se levantó ese Sábado, al ver el hermoso día soleado que Puerto Vallarta le regaló. Volvió a pensarlo dos horas después, cuando llegó a la rústica iglesia donde se llevaría a cabo la ceremonia, la misma donde hace dos años y medio había contraído su vínculo simbólico. Al ver el lugar, confirmó que todo estaba tal y como ella había imaginado: El pasillo central de la hermosa capilla estaba adornado con pétalos de flores hasta llegar al altar, el cual estaba cubierto con manteles blancos, flanqueado por candelabros que sostenían velas titilantes. La luz del sol se filtraba a través de una ventana semicircular de vitrales en el extremo, proyectando un caleidoscopio de colores sobre los bancos de madera, cuyos cojines de mimbre añadían comodidad. Las guirnaldas de flores blancas y verdes hojas adornaban los extremos de los bancos, dándole frescura a todo el espacio. Y, en medio de aquel entorno sacro, la estatua de la virgencita de Guadalupe y un crucifijo reposaban silenciosamente, completando el cuadro de paz que hacía de esa capilla, que a Roberta la había cautivado desde la primera vez que la vio, el lugar perfecto para una ceremonia íntima y significativa. Tan íntima como Alma y Mia le habían permitido, pues las dos habían ayudado a la novia con todos los preparativos, en los cinco meses que habían transcurrido desde la propuesta de Diego.

Nada más llegar, Roberta y sus damas de honor —Mia, Luján, Lupita y Fernanda—, se habían encerrado en uno de los dos cuartos con los que disponía el lugar. Los estilistas habían llegado a la hora y se habían encargado con premura a hacer su trabajo. Peinaron y maquillaron a las amigas de la novia con paciencia, buscando lo que a cada una le asentaba más, para al final ayudarlas a ponerse el vestido, el cual de color azul, el favorito de Roberta, se ceñía al cuerpo, presentando un diseño sin tirantes que se curvaba suavemente sobre los hombros, creando un favorecedor escote corazón que enmarcaba delicadamente el busto. Desde la cintura, una fina banda de tela marcaba el comienzo de una falda larga y fluida, que se abría en suaves pliegues hasta los pies, permitiendo un movimiento libre.

De la novia, por supuesto, se habían encargado con más diligencia. Con cuidado le habían ondulado todo el cabello largo y rojo, para luego hacerle un recogido en un intrincado trenzado que se elevaba sobre su cabeza como una corona. Dejaron los mechones delanteros sueltos, suavemente ondulados, para que cayeran y enmarcaran su rostro con delicadeza, añadiendo un aire romántico a su apariencia. El trenzado se completaba con un exquisito cintillo de flores blancas, cuyos pétalos contrastan maravillosamente con el vibrante tono de su cabello. En cuanto al maquillaje, colorearon sus párpados con sombras en tonos neutros, combinando matices marrones y dorados que creaban un efecto ahumado suave, destacando sus ojos de manera sutil pero impactante. El delineador negro, infaltable, realzaba aún más sus ojos, mientras que las pestañas, largas y voluminosas, aportaron un toque dramático a su mirada. Aplicaron rubor en sus mejillas e iluminador en sus pómulos, el puente de la nariz y el arco de Cupido, dándole un brillo radiante y juvenil. Por último, maquillaron sus labios con un color rosa suave y un gloss, complementando el conjunto con una apariencia fresca y natural.

Cuando Roberta vio el resultado final, sonrió, enormemente complacida con su reflejo en el espejo. Aunque aún le faltaba el vestido, era así como siempre había soñado verse en el día más importante de su vida. Por un breve instante su mente quiso jugarle una mala pasada y recordar la antesala a la pesadilla que vivió hace seis años atrás, cuando en un día como este —por cierto, muchísimo menos especial—, cometió el error de unirse al mal nacido de Javier. Pero no se lo permitió. Nada, absolutamente nada, empañaría este día tan especial para ella. Ni siquiera sus malos recuerdos.

Los estilistas guardaron sus cosas y se despidieron, pues aún tenían trabajo que hacer con Alma, Mabel y Claudia en otro de los cuartos. En cuanto estos se fueron, sus damas de honor no pararon de adularla por lo hermosa que se veía, ante lo cual ella solo pudo agradecer a sus palabras. Para la pelirroja, ciertamente todo parecía moverse en cámara lenta, pues la mezcla de emociones que la embargaba era abrumadora: nervios, ansiedad y una profunda emoción que la hacía querer reír y llorar al mismo tiempo. Se miró en el espejo y respiró hondo, tratando de calmarse. Recordó todos los momentos difíciles que había pasado para llegar a este instante, todas las lágrimas, las risas, y las veces que pensó que nunca lo lograrían. Pero aquí estaba, a punto de casarse con Diego, el amor de su vida. Pensó en cuánto había crecido y cambiado desde que lo conoció, en cómo él había sacado lo mejor de ella. Con una sonrisa nerviosa, se dijo a sí misma que estaba lista, que siempre lo había estado. Esta era su historia de amor, y estaba a punto de comenzar un nuevo capítulo.

No me olvidesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora