72 días

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72 días

Ya estamos rumbo al monasterio. Son las putas cinco de la mañana, todo el coche duerme. Mi entretenimiento está siendo tirarle de las trenzas recién hechas a Plex.

No ha habido quien le sacará la idea de Karate Kid de la cabeza.

—¿Puedo saber para que sirve esto dentro de mi entrenamiento?—bosteza en mi oído.

Joder, me acaba de dejar sorda.

—Fuerza mental.—respondo bostezando también. Me lo ha pegado.

Coloca su mano en mi muslo, hubiera sido una de esas situaciones en las que me pongo nerviosa, pero tarda tres segundos en pellizcarme.

—Fuerza mental.—bromea. No sabe donde acaba de meterse.

Tiene suerte de que estemos en el coche y tenga poco ángulo, pero el golpe que se lleva en el costado le hace ahogar un grito.

—Más fuerza mental.

—Dejaos de fuerza mental y paranoias ya, que no me dejáis dormir.—se queja el rubio.

Claro, como si estuviera incómodo en el asiento de atrás, acurrucado con la morena.

Por lo menos puedo disfrutar del paisaje. No soy el tipo de persona a la que el mundo exterior le llama mucho la atención. No soy como Daniel, no tengo el ansia de viajar durante ochenta días para descubrir el mundo que me rodea.

Sin embargo, puedo apreciar la belleza del paisaje natural y semi virgen que nos rodea. Además, bañado por la luz del amanecer tiene un toque hasta romántico. ¿Quién me iba a decir a mi que me iba a gustar visitar Tailandia?

Saúl, concretamente, pero ese no es el punto.

Le hago un par de fotos a las vistas, a través de a ventana. El YouTuber me observa con curiosidad. A veces me da la sensación de que tiene dentro de su cabeza cientos de preguntas por formular y que sencillamente está esperando el momento perfecto para hacerlas en voz alta.

La mayoría del tiempo agradezco que se mantenga en silencio. A veces es mejor vivir en la ignorancia que hacerle frente a la realidad. O al menos esa es mi forma de pensar.

El traqueteo del coche sobre caminos y las carreteras que claramente necesitan una buena ronda de asfaltado, acaban por dejarme K.O.

Nunca mejor dicho.

Cuando abro los ojos, Daniel está haciendo estiramientos apoyado en el capó. El rubio molesto y Lili terminan de preparar las cosas que necesitan mientras me esperan.

—Ten.—Saúl me pasa algo que parece un bocadillo de gasolinera.—Estabas dormida cuando hemos parado para comer y me ha dado pena despertarte.

—Gracias.—aún con la boca seca por el sueño le doy un par de mordiscos. Es momento de tratar de ubicar donde estamos.

Coño, el monasterio.

No tiene nada que ver con lo que me estaba imaginando, ni con los lugares religiosos que he visto tanto en Madrid como en Valencia. Es casi como un descampado, con un par de naves de apariencia industrial a su alrededor.

¿A donde coño nos has traído Daniel?

Nadie más parece sorprendido por el aspecto del lugar, así que hago un esfuerzo por no parecer nerviosa y me acerco al grupo, que ya está listo para buscar al monje.

—¿Y bien? ¿Cuál es el plan?—pregunto curiosa. Ninguno aquí habla Tailandés, y el único inglés es Saúl. Y como dependamos un uno por ciento de él estamos bien jodidos.

—Tengo esta foto de la última vez que vinimos.—Lili asiente a las palabras de Plex, supongo que ella estará bien informada de la famosa vuelta al mundo.—Aquí no puede haber mucha gente, vamos a ver si por casualidad alguien le reconoce y nos puede decir donde está.

Plan infalible, no cabe duda.

Suspiro mientras empezamos la búsqueda.

Hace un calor abrasador, de ese en el que sientes como tu piel arde. Me arrepiento de no haberme echado suficiente crema de sol. Eso es algo en lo que mi mejor amigo siempre insiste, pero porque el es blanco nuclear y sino se cuida la piel acaba muy quemado.

Es la única cosa en la que debería aprender de él.

Vamos mirando pabellón a pabellón en busca del monje, del cual no nos sabemos ni su nombre. Finalmente, cuando estoy a punto de pegarme un tiro en la frente, y creo que no soy la única, porque Lili también parece estar empezando a marearse del calor, un chico nos dice que sabe quien es.

Agradecidos con mi amigo el bilingüe por hacer todas las traducciones.

El hombre que nos recibe es un señor calvo, bajito y arrugado. Una persona mayor que me hace recordar al entrenador de Kung Fu Panda. Igual es un personaje canónico.

Quien sabe.

Plex, con ayuda de Saúl, le explica al hombre su idea, lo que quiere grabar y lo que quiere aprender de él. Pese a la barrera del lenguaje, el hombre tarda cero coma cinco segundos en aceptar.

Eso nos da vía libre a Lili y a mí, puesto que ahora ellos van a dedicarse a grabar parte del contenido. Y pues nosotras sobramos ahí.

En una de las salas, medio vacía si no fuera por un grupo de chicos de edad media que se entrenan con unos sacos bastante primitivos, dejo mi bolsa. Llevo ya varios días sin entrenar como es debido.

Lili se sienta al lado de mis cosas mientras caliento y estiro los músculos.

—Se te ve bien profesional.—se ríe. Le sonrío a la cámara del móvil con el que me graba antes de seguir con lo mío. Los hombres me miran con curiosidad, pero ninguno hace nada.

Lo más importante para mí, y por lo que el boxeo se ha mantenido mi deporte durante tanto tiempo, es que me ayuda a desconectar. Cuando estoy entrenando nada más existe a mi alrededor que mi respiración, el saco que tengo enfrente y la precisión con la que hago cada uno de mis movimientos.

Eso hago durante por lo menos una hora.

Ni Tailandia, ni Plex, ni la Velada, ni mi combate. Nada de eso existe.

Hasta que un monje me toca el hombro.

No os podéis imaginar que el susto que me da. Lili ya no está junto a mi bolsa y el grupo de personas entrenando también ha desaparecido.

Tengo que prestar un poco más de atención.

La venda roja de mi muñeca derecha se ha soltado, un hilo de sudor me cae por la frente. El saco tiembla de izquierda a derecha, esperando el siguiente golpe. Mi respiración se mantiene descompasada.

El hombre señala el cacho de tela que acabo de colocar en su lugar. La venda bien puesta.

—¿Qué?—pregunto en inglés, esperando que mi acento sea lo suficientemente poco de pueblo como para que me comprenda.

—Tú golpe derecho.—dice, volviendo a repetir el gesto.

—¿Cómo puedo mejorarlo?—tal vez él tenga la clave a la pregunta que llevo años haciéndome.

—No puedes, está roto.

La respuesta me cae como un jarro de agua fría. Y me cala por dentro.



🥊
¡Espero que os haya gustado,
nos leemos pronto!

Vendas | YosoyplexDonde viven las historias. Descúbrelo ahora