12. El tratado de los dos metros

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La fiesta estaba ya enfriándose, pasando sus últimas secuelas en donde cada uno nos sentamos más relajados a admirar el cielo estrellado. Sin embargo, la música seguía sonando en un volumen bajo.

De pronto, Klaus, siendo el que no toleraba los silencios, se le escuchó decir:

—Oigan, ¿No se les antojan unas donas? Porque a mí sí — siguió recostado con las palmas en su nuca, admirando el cielo como todos los demás.

—Oh, acabas de comer Klaus, no puede ser posible — masculló Allison.

—Ya lo conoces, es un muerto de hambre las veinticuatro horas del día — Ben intervino, muy relajado.

—¡Hey! Eso no fue muy gentil de tu parte, pulpo — le escupió Klaus mientras se incorporaba para quedar sentado y señalar acusatoriamente a Ben, quien también se había sentado con gesto ofendido.

—¡Oye, al menos no soy yo el loquito que se la pasa hablando solo todo el tiempo!

—¡Que no hablo solo! ¡Los fantasmas tienen muy buenos chismes, envidioso!

Y así de pronto ya se habían abalanzado uno encima del otro para vengarse, aunque de una manera muy infantil. Se habían tirado y rodado hasta que Ben tenía a Klaus por las greñas mientras que él le golpeaba el trasero, implorando piedad por sus perfectos rizos —según él—.

Rodé los ojos volviendo a concentrar mi atención en el cielo. La verdad es que no había espacio para un día tranquilo en esta familia.

A lo mejor los demás pensaron lo mismo porque, tras soltar un suspiro hastiado, Diego —siendo él tan paciente y civilizado como de costumbre— se levantó y lanzó uno de sus cuchillos de manera que se hundió en la tierra justo entre las piernas de Klaus. A sólo milímetros de dejarlo sin hijos.

Su grito ahogado fue el que más resonó.

—¡Oye! ¡Vigila bien donde caen tus cuchillos, demente! ¡Casi me cortas mis partes! ¡Y son sagradas! — chilló indignado, pero a todo mundo le dio igual y nos echamos a reír, cosa que no le hizo mucha gracia a nuestro hermanito.

Diego se acercó a recoger su cuchillo, tratando de ocultar esa sonrisita de burla.

—Créeme, hermanito, que los cuchillos no se me van por donde no quiero.

Klaus soltó otro chillido como si hubiera descubierto algo imperdonable.

—¡Me querías matar!

—Desde que supo que ibas a ser parte de su familia, de hecho — alzó la mano Luther, muy tranquilo.

—Vayamos por tus estúpidas donas de una vez, ¿Quieres? — le dijo nuevamente Diego.

—¿De verdad? — la indignación de Klaus se le bajó en dos segundos en cuanto nuestro hermano pronunció aquellas palabras.

—Sí, no me hagas repetirlo de nuevo o se me quitarán las ganas de acompañarte.

—¡Ay! ¡Te quiero tanto, hermanito! — se abalanzó para abrazarlo, pero no tuvo siquiera la oportunidad de hacerlo porque el otro lo había detenido poniendo una mano en su frente.

—Nada de abrazos, rarito, eso ya lo sabes... O a menos que quieras dar una vuelta por el mundo de los muertos otra vez.

—No, señor, no me apetece.

—Entonces apártate de mi espacio personal.

—Oído, jefe — y de un salto se apartó de él.

—Chicos, ¿Puedo encargarles una dona con mermelada de fresa? — Allison ladeó la cabeza sobre las piernas de Luther.

The HargreevesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora