Verso 2

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Verso 2

Jong


Subí la manga de la cazadora de cuero cuanto pude.

La maldita tinta aún palpitaba en mi piel. La noche anterior se me había ido un poco (mucho) de las manos, tanto que había terminado en un local clandestino de tatuajes en las tripas de Malasaña con un tipo clavando su aguja en mi antebrazo izquierdo mientras tiraba la ceniza de su cigarro en una lata de cerveza hasta trazar el

«I’m not like them but I can pretend» de Dumb, una de las jodidas maravillas de Nirvana.

El aire me azotó de frente y encendí un piti. Me gustaría decir que se trataba de la primera ocasión en la que una tontería de mente desembocaba en esa clase de final a horas intempestivas, pero los múltiples grabados que recorrían mi anatomía se encargarían de ponerme en evidencia. Detrás de cada tatuaje había una historia y no todas serían aptas para una película infantil. Digamos, suavizando, que habría que adaptarlas y la mayoría comenzarían así: érase una vez un chico de veintiún años al que a veces las barreras instaladas alrededor de su cerebro se le derrumbaban, los sudores fríos le cubrían la frente, el pulso se le precipitaba a punto de reventarle las venas y el único sonido que percibía del exterior era el de una voz que decía: «Eres una criatura tan bella, mi Lucero del Alba..., nadie te amará nunca como yo...», con el calor de un aliento de menta extendiéndose por su nuca.

Entonces todo sucedía de manera automática. Levantarse. Arrancarse la ropa. El espejo. Los mensajes que atravesaban su cuerpo desnudo se convertían en el único escudo protector para que aquella podredumbre no se propagara por el resto de sus articulaciones. Leía cada línea como si se metiese una pastilla en la boca, palpaba las letras torcidas y las pequeñas marcas invisibles se diluían en la carne. Pero el rito no era infalible, a veces fallaba, y eran esas veces cuando el susurro de «Lucero del Alba» venía acompañado de un tacto áspero, y entonces, pues eso, él (yo) acababa en lugares de lo más turbios con personajes sacados de una novela de terror añadiendo a su piel una nueva defensa. Solían ser letras de canciones con las que me identificaba. Nada especialmente original. Ni siquiera tenían que apasionarme ni ser propias. Escribir estaba ligado a la víscera, a sentir, y eso no se me daba demasiado bien. Me exponía a riesgos inasumibles. Abrir las compuertas de la oscuridad y dejar que el infierno campara a sus anchas. Él sí podía. Era uno de los motivos por los que envidiaba y admiraba a First, su capacidad de recorrer el jodido averno para escribir letras con fuego y salir ileso. No necesitaba tatuajes. No tenía miedo al tipo de cosas que a mí me destruirían por segunda vez. Di una calada profunda y lo observé disimuladamente descansando sobre el asiento de mi moto.

First estaba apoyado en su Chevrolet Impala estadounidense de decimoquinta mano con los brazos cruzados mientras Neo y Namtan nos hacían caritas con el rostro pegado a los cristales como unos niños de tres años. Le inquietaba algo, algo de pelo negro y ojos claros que esperaba ver aparecer de un momento a otro paseando la vista por ambos lados de la acera. Su apuesta personal. Khaotung. Habíamos quedado con él hacía media hora y todavía no había dado señales de vida. Mal asunto. Pegué una calada más y aplasté la colilla con la suela de mis botas. —¿Seguro que le dimos la dirección correcta?

—Le dijimos a las ocho en el intercambiador de Moncloa.

—A lo mejor pasa de presentarse. No parecía muy convencido ni hecho a nuestra medida. Para nosotros.

—Vendrá —me cortó y, como si el destino quisiera ponerme un puntito en la boca, un taxi se detuvo a nuestro lado y el proyecto de cantante asomó por la puerta.

—Perdón, perdón, perdón —se disculpó. Luego, apurado por la impuntualidad, corrió al maletero ante los pitidos del resto de los vehículos en circulación y sacó su pesada maleta mordiéndose el labio antes de que al conductor le diese tiempo a abrir su puerta. Tenía unos labios gruesos. Jugosos y brillantes, aunque yo me seguía quedando con los dientes de conejo que mostraba cuando dejaba la boca entreabierta.

—¿Alguien ha avisado al nuevo de que son solo cuatro días y de que estaremos la mayor parte del tiempo borrachos en la piscina? —Fruncí el ceño al verlo cargar a pulso un maletón color melocotón. Las ruedas se le encajaron en el asfalto y, obcecado, tiró del asa con tanta fuerza que estuvo a nada de romperlos. Después, resopló y sacudí la cabeza divertido. Había que reconocer que agobiado era de lo más encantador. Peculiar. Tan recto, refinado y... desastre, joder. Casi se podía distinguir la electricidad fluyendo por él al moverse a la velocidad de la luz para pagar con el flequillo disparado, el cabello medio deshecho y un overol marrón con una camiseta blanca por debajo con el tirante caído.

—¿Estas son horas de llegar, príncipe? —Mi amigo se incorporó y lo escrutó de cerca.

—He tenido que ir a Barajas y coger otro taxi allí para que mi coartada se sostuviera y... —First enarcó una ceja— y no importa, porque no se va a repetir. La próxima vez seré más puntual que las manecillas del reloj. Palabra. —Levantó el dedo pequeño y tuve que tragarme la carcajada. Era adorable verlo jurar por Snoopy como si estuviésemos en un maldito campamento de boy scouts.

—Eso espero, o nos veremos obligados a dejarte en tierra. —Khaotung asintió con los labios apretados y él se hizo a un lado para que pasase. Iba a susurrarle un «eres un puto dictador de mierda» cuando lo vi. La expresión de First se relajó y su boca se torció de lado como en aquella época en que la única preocupación de mi amigo era despertarse y continuar siendo el chico que más la metía en el instituto. La misma época en la que yo era un malote desatado y nos odiábamos. Antes de que un puente ligase nuestro futuro.

Daba la sensación de que desde entonces habían pasado siglos, pero solo habían transcurrido dos años.

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora