Verso 6

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Khaotung

La primera noche en el piso no pude dormir.

A todos los cambios (y no eran pocos ni insignificantes) y a la nueva habitación había que sumar el hecho de que me hacía un pis mortal. Rodé sobre mí mismo en la cama y me coloqué de lado, en posición fetal, hecho un ovillo y apretando bien los muslos para contener el torrente. El reloj de los vecinos de abajo (o de arriba) marcó las cuatro de la madrugada. Abrí los ojos y chasqueé la lengua. «Mierda.»

Mi magnífico plan de aguantar hasta una hora decente sin salir para no molestar flaqueaba. Me lo haría encima e impregnar el colchón de orín no era exactamente la carta de presentación para una buena convivencia que tenía en mente. Urgía ir al baño. Se trataba de una cuestión de Estado. De pura supervivencia para mi vejiga. Me froté los párpados con los puños y hundí los pies en las zapatillas de andar por casa con pompones. Luego, me levanté. Dejé la lamparita encendida, por eso de tener un faro que me llevase de vuelta al cuarto, y salí. Mi idea era deambular por el piso a oscuras y en silencio. Al fin y al cabo, desconocía si ellos, First y Jong, descansaban a puerta abierta o cerrada. Siendo sincero, sabía poco de ambos componentes de Al Borde del Abismo y todavía me quedaba algún misterio más que añadir a la lista. Por lo menos, la respuesta a esa incógnita la obtuve enseguida.

Jong: cerrada. First: cerrada. D’Artacán: bien tumbadito todo lo que su cuerpo daba de sí en el sofá con una pose señorial idéntica a la figura de Anubis en una tumba egipcia.

Caminé a hurtadillas hasta el aseo (era una recta que no admitía pérdida) y eché el pestillo detrás de mí para evitar irrupciones indeseadas. Al pararme con el bóxer bajado y empezar se me escapó un gemido ronco de placer. «Señor, qué gusto», pensé antes de alzar la cabeza y cambiar a «madre mía, estoy viviendo con First y Jong, es real». Ojeé lo que me rodeaba mientras, sí, seguía expulsando el litro de agua que había bebido con el rubio. La decoración de la vivienda era... curiosa. Es decir, algunas estancias parecían sacadas del set de rodaje de Cuéntame como si allí viviese una ancianita adorable, y otras estaban completamente reformadas. Por ejemplo, el elegante y moderno baño. Los tonos blancos y grises cubrían las paredes y el suelo, mientras que en las estanterías y los muebles predominaban el negro y la madera. Por supuesto, había flores. Y, por supuesto también, era sencillo adivinar las baldas que pertenecían a uno o a otro.

El chico de pelo castaño y ojos chocolate la tenía perfectamente ordenada y la del rubio de la mirada gris era un desastre en el que destacaba un infantil patito de goma amarillo que no me quedó muy claro para qué utilizaba si lo que tenían era una ducha, no una bañera. En fin... Jong me había dicho que a la mañana siguiente despejarían un hueco para dejar mis cosas (First, no, First se había limitado a darnos las buenas noches) y me pregunté si me cabría todo, que no, y si estaba preparado para compartir ciertos aspectos del día a día con ellos como hacer caca sabiendo que estaban al otro lado, que tampoco. Iba a ser difícil. Muy difícil. No había marcha atrás. Tiré de la cadena y me fui. Fue ahí cuando lo escuché. De la habitación del solista brotaban gritos, angustiosos gritos que me detuvieron al lado de su puerta. No estaba solo. D’Artacán aguardaba sentado esperando que alguien (yo) y me miró con sus penetrantes ojos felinos. —No puedo. Sería invadir su intimidad. ¿Y si está desnudo? Seguro que es una pesadilla. Un mal sueño... —jong chilló de nuevo con agonía y el felino arañó la madera sin quitarme la vista de encima como si me estuviese diciendo lo que debía hacer. «Humano estúpido...» Vacilé.

Evitar entrometerme en asuntos ajenos que no me concernían en absoluto era una de las máximas de la fría personalidad que me había forjado durante años para protegerme colocando un escudo en el que el resto resbalase. Una de las máximas... teóricas. Confieso que en la práctica no lo llevaba tan bien. Me resultaba complicado ignorar a alguien que sufría, abandonarlo en su dolor, y Jong y yo éramos amigos. ¿Y si le estaba dando un ataque epiléptico? ¿Y si se estaba ahogando? No podría cargar con algo así en mi conciencia. Me erguí con determinación y agarré el pomo. —Tú ganas —le dije a D’Artacán para acto seguido pronunciar conforme lo abriera.giraba—: Genial, ahora hablas con gatos. Estás fatal de lo tuyo, amigo.

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora