Verso 4

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Khaotung

—Aprieta cuanto quieras. Esta cintura es a prueba de viciosas personas que quieran clavarle sus uñas.

Me subí a horcajadas detrás de él y ajusté la correa del casco negro que me había prestado. Puse los ojos en blanco y lo rodeé con un brazo rozándolo lo mínimo imprescindible para no matarme cuando nos pusiéramos en marcha. Tenía el abdomen firme y duro, trabajado, y de alguna manera supe que reaccionó a mi casto contacto dibujando una sonrisa traviesa en su rostro. —Vamos, puedes hacerlo mejor, hay personas que empeñarían su bien más preciado por estar en tu lugar. Aprovéchate.

A Jong se lo veía venir de lejos (o eso te hacía creer). Era un alborotador nato. Adoraba provocar. Y eso era precisamente lo que estaba haciendo conmigo, tratar de divertirse a mi costa buscando que la sangre se concentrase debajo de mis mejillas y ardiesen. Era guapo, terriblemente guapo. Joder. Lo sabía, lo potenciaba y lo utilizaba para desestabilizar. Sin embargo, era algo que no me impresionaba. Me resultaba demasiado sobreactuado, obvio. Estaba acostumbrado a que me rodeasen cosas bonitas, deslumbrantes, y lo que yo buscaba era algo o a alguien que cegase con su alma, a pesar de estar convencido de que tal cosa no existía. Me enderecé en el asiento. —¿Siempre eres tan...?

—¿Atractivo? ¿Ocurrente? ¿Encantador? ¿Irresistible?

—Humilde.

—Ser humilde no da de comer.

—¿Y atractivo sí?

—Depende de si te atiende la camarera adecuada.

Ladeó la cabeza y me guiñó un ojo. Sufrí un cortocircuito neuronal. El chico que tenía delante cumplía todos toditos los estereotipos. Jamás pensé encontrarme con alguien así en la vida real, más allá de las barreras de las típicas americanadas repletas de personajes planos. Un animal en peligro de extinción... por el bien de la humanidad. —Eres... el chico con el ego más subido con el que me he topado.

—Entre tú y yo, no es mi peor defecto.

—¿Impresionas así a las chicas?

—Tengo otras cualidades fisiológicas que surten mayor efecto, pero para que lo entiendas tendría que desnudarme y me han prohibido terminantemente intimar contigo. Te acompaño en el sentimiento. —Antes de que pudiese asimilar lo que acababa de decir para ofrecerle una respuesta a la altura de su tremenda estupidez, Jong se dio la vuelta.

—No debería haberme subido a esta moto.

—Demasiado tarde, pequeño. Sujétate fuerte. —Y, sin añadir nada más, le dio gas. Jong no conducía demasiado deprisa. Tampoco lento. Iba a una velocidad agradable siguiendo la estética del entorno que nos rodeaba: la carretera en penumbra bañada por la luz plateada de la luna, los brochazos de pecas resplandecientes del firmamento y mi pelo alborotándose con el viento. Nunca se lo dije, ni esa noche ni después, pero era la primera vez que montaba en una moto y debería haber ido aterrorizado calculando las probabilidades de salir ileso en el caso de que sufriéramos un terrible accidente. Ceder ante mis miedos. Y, con todo, en lugar de hacerlo suspiré y enlacé las manos en su vientre sin mutar de postura para saborear el silencio rasgado con el sonido del motor hasta que llegamos al pueblo. Un placer inesperado. Aterrizamos en una población pequeña de casitas hechas a base de piedra con la fachada cubierta de hiedra y tejados oscuros a través de los cuales sobresalían las chimeneas. El único ruido que atraparon nuestros oídos fue el del chorro de la fuente de la plaza cayendo. Había pocas personas en la calle y localizamos dos bares abiertos. Nos metimos en el que estaba más lleno por aquello de que la gente atrae gente. No me pasaron desapercibidas las miradas que recibió mi acompañante desde diferentes flancos, igual que no me pasó por alto el examen al que me sometieron inmediatamente después para evaluar si estaba a su nivel. Aparté la vista. Prefería dejar de observar sus caras y no percibir si había superado o no la prueba.

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora