Verso 3

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Khaotung

Me pinté los labios de rosa palo en el espejo lateral de un coche mientras el semáforo pasaba de rojo a verde. Jong me había dejado enfrente del local donde íbamos a cenar con la única indicación de «baja la escalera» antes de irse a aparcar. El parking estaba lejos y aprovecharía el trayecto para devolver una llamada a su padre y hacer la lista de los ingredientes que faltaban para el cocido de ese domingo, o algo así me pareció entenderle a través del casco con el ruido del motor en marcha. No tenía muy claro el punto exacto de la ciudad en el que me hallaba.

Una zona pegada al centro quizá, de calles anchas y edificios de poca altura revestidos de los colores del otoño. Crucé el paso de peatones y una corriente de aire me revolvió el pelo. Al otro lado, el paseo estaba delimitado por árboles con frondosas copas que agitaban sus hojas con lentitud. Aparté los mechones que me tapaban los ojos y ajusté las correas de la mochila a la vez que iniciaba el descenso. En menos de dos peldaños visualicé el local escondido. En menos de dos segundos también visualicé a First en la puerta. Él, por el contrario, no me vio. Revisaba el móvil en la puerta debajo del cartel que anunciaba el nombre del sitio. Pum.

Distinguirlo activó el inoportuno pellizco. La especie de vacío de montaña rusa en forma de burbuja Freixenet bailando una ranchera que nacía en mi estómago. En los libros lo definían como el bello aleteo de unas alas de mariposa alzando el vuelo. Ja. No era tan agradable. Era un agujero formándose en mitad de tus intestinos por el que caías sin que al cerebro le diese tiempo a procesar lo que sucedía. Enderecé los hombros. «Tú puedes.» Iba a bajar, saludarlo, hacer una entrada triunfal en el restaurante y pedir al primer camarero con el que me encontrase un chupito de cicuta que atacase mi sistema nervioso central y lo paralizase. Sí, señor, en ese orden. Tenía todos los cabos atados. Nada podía salir mal en ese plan perfecto. Nada excepto olvidar algo tan fundamental como mirar el suelo, tropezar a un mísero palmo de superar a First y acabar en la poco honrosa postura de estar de rodillas con las manos aferradas a la cinturilla de sus vaqueros y la cabeza a la altura de, ejem, su entrepierna. Parecía que de un momento a otro le bajaría la bragueta para chupársela.

En la ficción, este tipo de situaciones tienen su gracia. En la vida real alzas la vista y clamas al cielo para que te mande el meteorito que extinguió a los dinosaurios. Quise morir. —Qué saludo tan inesperado. Eres muy cariñoso, príncipe.

—Ni se te ocurra burlarte. Quiero morirme. Dime que no es la primera vez que te sucede.

—No es la primera vez que me sucede. «Miente

—Mientes.

—Depende. —Lo miré con el rabillo del ojo. Exteriormente no se estaba riendo, pero sabía que por dentro sí. «Te odio, First»—. Me la juego a que si te levantas mejora. —Tiró de mí y me ayudó a ponerme en pie—. ¿Te has hecho daño?

No estaba en disposición de contestar a esa pregunta. El golpe a mi dignidad había eclipsado cualquier dolor. —Anda, siéntate y le echamos un vistazo. Me dejé caer en el muro que delimitaba el pequeño jardín repleto de lucecitas a ambos lados de la entrada del restaurante. First se agachó, con una pierna apoyada en el suelo y la otra flexionada. Llevaba unos pantalones vaqueros, la camiseta negra de The Smiths y una cazadora de cuero negra con el cuello doblado. Había sustituido el pendiente de aro por un punto oscuro en su oreja y lucía una sombra oscura por no haberse afeitado puntualmente, casi imperceptible, que enmarcaba su mandíbula cuadrada y sus jugosos labios. Alzó la mirada para pedirme un silencioso permiso antes de seguir y asentí. Si sus manos me parecían grandes de por sí, cuando se pasearon por mis piernas en dirección ascendente del tobillo a la rodilla me resultaron enormes, capaces de abarcarme por completo, y cálidas, de tacto contundente.

—Un par de rasguños sin sangre, no habrá que dar puntos —diagnosticó.

—Tienes experiencia, eh.

—Jugaba al baloncesto en el instituto. Había entrenamientos en los que nos pasábamos más tiempo comiendo arena en el suelo que pasándonos el balón.

—¿Deportista y músico? Qué polifacético... —solté, y sí, de nuevo los prejuicios atacaron. Para mí ambas disciplinas eran extraescolares, secundarias y excluyentes, de las que hay que elegir. O eras una cosa u otra. ¿Las dos? Inconcebible. Mi madre jamás de los jamases me habría permitido practicar ambas y consumir el valioso tiempo de estudio.

—Se me da razonablemente bien hacer cosas con las manos.

Puede que su tono no fuese sugerente, aterciopelado... O sí, yo qué sé, el caso es que a todos los efectos sonó de ese modo en el interior de mis oídos y reaccioné tensándome con una piel de gallina que no quería que detectase. —¿Hemos terminado la consulta, doctor?

—Cuando pasemos pedimos hielo y prevenimos la hinchazón. Una rodilla inflamada es una gran putada, confía en mí. —Se situó a mi lado en el muro y no pude distinguir cuál era la colonia que llevaba, solo que si volvía a olerla la llamaría First.

—¿Alguna marca de guerra de tu época Gasol?

—No, aunque de pequeño una niña me atacó con un cúter en la escuela y me dejó una cicatriz.

Sin avisar, se subió la camiseta y la cazadora por el lateral que tenía más pegado a mí dejando a la vista la pequeña huella blanquecina... Y su vientre encogido... Y sus costillas... Y parte de los pectorales... Contuve el aliento y tragué saliva. Me apetecía tocarlo y no estaba bien. No estaba bien en absoluto. Me removí incómodo. Conocía la teoría. La teoría llevaba razón. Él y no yo era el que tenía pareja. Él y no yo era el que debía guardar fidelidad. Él y no yo era el culpable si no me estaba montando una película de las gordas y la química de la que hablaba Mix cobraba vida entre nosotros. Pero pensaba en su novio. Pensaba en que no quería hacer lo que no me gustaría que me hicieran. Pensaba que el era yo unas semanas atrás poniéndome dos gotas de perfume en el cuello con la bata de seda, y, al hacerlo, la descarga que sentía por First se transformaba en rabia por que tan solo fuera otro idiota integral en lugar de las sensaciones que despertaba. Con Force había aprendido lo que no quería.

—Seguro que hiciste algo para provocarla.

—Le pedí que saliéramos con seis años. Se agobió.

—¿Te quedaron ganas de seguir intentándolo en el amor?

—No he vuelto a hacerlo, no en serio.

Arrugué el ceño indignado. First me imitó confundido. —¿Qué hay de Gawin?

—Eso digo yo. ¿Qué pasa con el?

—Que es tu novio. Deberías tener un mínimo de decencia y respetarlo sin hacer ese tipo de comentarios.

—¿Gawin? ¿Mi novio? Joder, no. Sería turbio de cojones.

—¿Porque a ti no te van las relaciones?

—Porque Gawin, príncipe, quien por cierto viene por ahí, es mi hermano pequeño. —Se levantó para saludarlo y quise enterrar la cabeza en la arena cual avestruz y, al mismo tiempo, saltar con mis rodillas heridas para celebrarlo. Esbocé una diminuta sonrisa de Mona Lisa y me erguí para saludar al «no novio» de First.

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora