Canción 3 - El casting

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Verso 1

Jong

Contaba la leyenda que hubo un día en que mi hermano mayor y yo nos llevábamos bien, la época en la que me enseñó a montar en bicicleta sin ruedines por la plaza Roja y terminé comiéndome el suelo, la misma en la que nos colamos en la «casa maldita» para demostrar que allí no existía ningún poltergeist y salimos por patas cuando unos idiotas que se habían metido antes para fumar decidieron darnos un susto de muerte.

Sin embargo, poco quedaba de esos días aquel domingo en el que lo gozábamos con el mítico cocido de mi padre. Off, el gran Off que desde que había logrado sacarse Medicina nos miraba a todos por encima del puto hombro, no toleraba mi estilo de vida, mis tatuajes, a mí.

Tampoco a papá, a quien observaba tras sus gafas redondas desde el otro lado de la mesa con la prepotencia de quien se siente superior a ti, mejor, más listo. Y eso, eso me jodía muchísimo. Mi padre distaba mucho de ser perfecto, al menos como mi hermano entendía la perfección. No conocía mundo más allá de los límites del barrio, usaba el Quijote para equilibrar la mesa coja y hablaba rápido y mal el español, con lengua de trapo, como para sugerirle que se pusiese con el francés o el inglés. «Los idiomas son para la gente inteligente como tú», le decía, y el muy imbécil no lo contradecía porque no lo consideraba tan digno de admiración como sus tutores de la universidad y del MIR, a pesar de que gracias a ese viejo obrero inculto y medio cojo había comido, tenido ropa y podido estudiar la jodida carrera. —¿Cómo va la residencia? —le consultó dando vueltas con la cucharilla a la taza marrón de duralex llena hasta el borde de café.

—Bien.

—¿Cansado de curar a gente todos los días?

—Es mi trabajo —contestó tajante. Papá siempre se interesaba por sus progresos, pero a don Tan «ahora vivo con mi novia en un ático en Pacífico y soy mejor que vosotros» no le gustaba hablar de temas laborales con él y cuando lo hacía le explicaba las cosas como si fuese un niño de tres años con una nuez por cerebro. A veces me preguntaba por qué seguía acudiendo religiosamente domingo tras domingo a comer un plato de sopa y garbanzos si nuestra presencia le resultaba tan insultante.

—La semana pasada estuve con Jack en el hogar del jubilado echando unas manos de mus y me contó que su mujer está perdiendo el traste. Le preocupaba que le diese la demencia esa, que salía a la calle medio desnuda y tenía a los hijos corriendo detrás.

Tan asintió avergonzado, como si tuviese una especie de trauma por una pobre mujer cuyo mayor delito era no saber quién era ni dónde estaba.
—¿La que me pellizcaba el culo porque me confundía con su marido?

—Esa, esa. Muy bien, Jong. —Descansó la espalda en el respaldo de la silla y sonrió con orgullo—. Le dije que podía estar tranquilo, que mi muchacho iba camino de convertirse en una eminencia de la medicina y los ayudaría.

—Mi especialidad es la oncología.

—Pero los médicos saben de todo, ¿no?

Mi hermano puso los ojos en blanco, irritado. Reprimí las ganas de atizarle un puñetazo y abrí la ventana para encenderme un cigarro.

—¿Y qué dices de mí por ahí, viejo?

—¿De ti? Que eres un caso perdido y que me saqueas la nevera.

—Joder, papá, véndeme con un poco más de cariño, así no voy a sentar la cabeza nunca con sus hijas.

—¿Tú? ¿Sentar la cabeza? —Se santiguó—. El día que te enamores, las estrellas se encenderán a plena luz del sol.

Sonreí. Estaba en lo cierto. Di gas al mechero y fumé la primera calada. Tan me dedicó una mirada reprobatoria. El médico odiaba el humo del tabaco y en otras circunstancias, quizá si no hubiese acabado de actuar como un auténtico idiota con nuestro padre, me habría planteado apagarlo. —Estrella del rock, esa es la manera correcta de venderme. —El viejo abrió la boca para hablar, pero mi hermano se adelantó.

—Este teatro es insoportable.

No añadió nada más, arrastró las patas de la silla y se retiró a la cocina con su plato vacío. Lo perseguí sin vacilar. —¿Se puede saber qué mierda te pasa?

—¿A mí? ¿¡A mí!? Esto es una broma. —Soltó furioso el plato en el fregadero—. ¡A ustedes y su depurada técnica para ignorar los problemas, aunque lleven años estallándonos en la cara!

—¿De qué hablas?

—De que hay facturas que pagar, estamos asfixiados, hasta el cuello, y mientras juegas a los cantantes de rock and roll.

—Colaboro con...

—¡Con una cantidad irrisoria después de...! —Se calló de golpe y apretó los labios. Deshice la distancia que nos separaba y me situé enfrente, con la barbilla alzada y los ojos grises desbordando reproche clavados en los suyos, que eran negros.

—Dilo. Ten pelotas y hazlo.

—¿Crees que no me atrevo? —escupió sin pestañear. Acto seguido, habló con lentitud para que cada palabra penetre—. Después de ser el maldito borracho agresivo al que se le fue la mano y arruinó a su familia.

Me estremecí. Durante un segundo me tragó un agujero negro que me llevó de vuelta a aquel pub, al sonido descarado de su risa atravesando el ambiente, a mis puños crujiendo y a la violencia desenfrenada que me reventó el pecho astillándome los huesos hasta convertirme en un animal desatado. Sentí el sabor de mi propia sangre y el tacto de la suya al salpicarme. Los gritos. Manos agarrándome para separarme y el frío de las esposas rodeando mis muñecas.

—Eres un miserable, Tan, un puto miserable.

—Al menos yo duermo por las noches con la conciencia limpia. ¿Puedes decir tú lo mismo?

—Sí.

—Eso es porque no has cambiado. Eres un egoísta, siempre lo has sido, tan centrado en tu propio ombligo que ni siquiera te has parado a pensar en por qué hace años que papá no habla del viaje que quería hacer para conocer las Canarias. Era su único sueño y tú se lo robaste. Nos lo quitaste todo. Eres lo peor que le ha pasado a esta familia.

Nuestro padre vino en aquel momento para poner paz y me mordí la lengua. No pude responderle, no pude decirle que claro que pensaba en el viaje a las Canarias que le arrebaté por una pelea, la fianza, los juicios y la jodida indemnización. Joder, lo hacía no solo al dormir, también al despertarme, al andar con aparente indiferencia por la calle y debajo de la ducha. A todas horas. Lo hacía incluso ese mismo día por la tarde, después de irme de casa mientras hacíamos el casting para el nuevo solista de Al Borde del Abismo en el conservatorio. Lanzarote era el fondo depantalla de mi celular, un recordatorio constante de lo que le robé por no poder controlarme al escuchar aquella risa y de lo que pretendía devolverle.

Así que no hacía falta que me diese putas clases de moral y me lo recordase. Mis fantasmas estaban bien instalados en un ático con vistas a mis entrañas. Pesaban. Llevaban tanto tiempo conmigo que había aprendido a convivir con ellos y a saludarlos cada mañana en el reflejo del espejo. Había aprendido a disimular. Por ejemplo, en ese mismo instante, cuando First me atrapó diciéndome «¿puedes prestar atención a los candidatos y guardar el teléfono?» y tuve la capacidad de sonreír, colocar los pies cruzados encima de la fila de delante y pronunciar con socarronería:

—Más te vale que merezca la pena, la rubia de las fotos que estoy viendo tiene unas tetas de infarto. —Y bloqueé el teléfono en el que estaba observando las imágenes de una isla que me fundía por dentro.









La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora