Verso 6

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First

Khaotung no huyó a nuestro «camerino». La parte del almacén en la que se ocultó estaba prácticamente a oscuras, alumbrada tan solo por el hilo de luz parpadeante de la bombilla que pendía del techo sujeta por un cable. —Cuando pienso que no puedo caer más bajo voy y me escondo entre botellas de whisky. —Enterró la cara entre las manos.

—Creo que son de ron.

Me dejé caer a su lado encima de una torre de cajas de cartón que parecía estable. Los cristales de las botellas tintinearon al chocar entre sí por mi peso. Permanecimos un rato en la misma postura, ojos cerrados y vista clavada al frente, sin hablar, sumergidos en un silencio interrumpido por el sonido del directo de Al Borde del Abismo que se colaba por las grietas de la puerta cerrada. —Están tocando —dijo.

—Eso parece.

—Sin ti.

—Lo sé.

—No deberías haberlos dejado tirados.

—Son mayorcitos, se las apañarán.

—¿Por qué lo has hecho?

—¿Qué?

—Venir a por mí.

—No tengo ni idea.

—No es cierto. Tú siempre lo sabes todo.

—Ya ves que no. —Khaotung descubrió de nuevo su rostro y me observó con curiosidad a través de aquellos ojos verdes que parecían espejos.

—Esto tiene que acabarse, First. La broma ha durado bastante.

—Vale.

—No insis... —Detuvo la frase a medio hacer en su boca al procesar mis palabras y yo, que seguía colgado de su mirada, pude distinguir en el agradecimiento y también decepción. ¿Qué pretendía yendo detrás? La primera vez estaba claro, hacerme con su talento, que entrase en el grupo. Esa, no tanto. Lo estudié mientras se apartaba el pelo de la cara. Su piel blanquecina, el ligero rubor que cubría sus mejillas como si estuviese en un mercadillo navideño alemán y el frío las tiñese, y las líneas invisibles que se le formaban a ambos lados de la cara delimitando su boca para dibujar tres sonrisas cuando sus labios se curvaban. Sus labios... La silueta de un corazón vivía en el pico superior, en el de abajo la marca de cuando apoyaba los dientes, y si descendías un poco más, a la altura de la curva del cuello, llegabas a la meta de los cinco lunares.

Tragué saliva. Durante mi adolescencia había sido un chico que ligaba con facilidad y que se había liado con varias personas en el instituto, de botellón en el parque y en el cine de la séptima planta de Kapital, donde se hacía de todo menos ver la película. Sin embargo, nunca había observado a una persona de ese modo antes, como si tuviera que decirle adiós..., como si debiera hacerlo. —No he venido a convencerte de que te quedes. He venido a despedirme... con una canción.

—Empiezo a pensar que lo de que no cantabas era mentira.

—Empiezo a pensar que te han enviado para romper todas mis reglas, príncipe. Saqué el micrófono del bolsillo trasero de los pantalones con los labios apretados y esperé a que hubiese una pausa en el escenario para encenderlo y decirles a mis compañeros:

—Entro.

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora