Khaotung
El fin de semana llegó inexorable y, con él, la fiesta de cumpleaños de papá. —¿Falta mucho? —preguntó Nana con impaciencia infantil.
Todo estaba listo para el que prometía convertirse en el gran acontecimiento de la temporada. El catering llevaba trabajando con mimo en el jardín desde primera hora de la mañana para instalar las mesas redondas cubiertas con impolutos manteles blancos y rodeadas de sillas de madera; Anette, nuestra florista de confianza, había colocado ramilletes de lavanda y centros de mesas de peonías combinadas con ramas verdes en jarrones altos de cristal; y el trío clásico de viento y cuerda ensayaba un hilo musical tranquilo y tan reconfortante como un abrazo. El día había amanecido encapotado, pero se había ido despejando, dando paso a una tarde estupenda.
El viento corría en calma y un sol enorme se ocultaba en el infinito arrancando destellos anaranjados y amarillos al cielo. Podría haber llegado a la falsa conclusión de que ese era el motivo de que mi estado de ánimo hubiese mejorado, el hallazgo de cierta paz en mitad de la tormenta; sin embargo, la razón por la que la opresión en mi pecho menguaba se llamaba Giuseppe y Anna, Nana. Nada más terminar con mi atuendo había acudido a la casa secundaria anexa donde vivían para ayudar a Nana con el maquillaje de la fiesta de papá, a la que, como no podía ser de otra manera, los habían invitado. Entre esas cuatro paredes repletas de fotografías en blanco y negro de Italia y coloridos cuadros de paisajes firmados por Giuseppe me sentía a salvo y con las uñas guardadas.
Supongo que aquel espacio impregnado permanentemente con olor a pan recién hecho se sentía más hogar que el de verdad. El párpado de Nana vibró mientras le aplicaba la máscara de pestañas por el repelús que le daba a la pobre que le tocasen los ojos. —La tortura ha terminado —anuncié, y me aparté para que pudiese ver el resultado en el pequeño espejo circular que descansaba encima de la mesa. Ella abrió poco a poco los ojos, cauta, y el modo en que se le iluminó la mirada al atisbar su reflejo me llenó de un modo indescriptible.
—Mio Dio, sono molto carina. —Ladeó el rostro para observarse desde todos los ángulos—. Niño, tenemos que asegurar esas manos. Son un prodigio.
—Bah —le resté importancia. Nunca he sido muy amigo de los halagos—. El mérito es todo de la modelo, ¿verdad, Giuseppe?
—Aproveché que escuchaba sus pasos a mi espalda para cambiar el centro de atención.
—La mia ragazza è sempre carina, solo que ahora parece una bambina de venti anni como cuando la vi en la playa con aquel bañador blanco y supe que sería mi esposa. La más guapa de Capri, Khaotung, la più bella del mondo.
—¿Se puede saber de qué vas disfrazado? —fue la respuesta de su mujer a la romántica declaración.
—¿Disfrazado? Es un traje muy elegante —era un dos piezas de rayas blancas y negras con el que me recordó al mítico Bitelchús—, lo suyo me costó cuando me lo compré.
—Te lo compraste en los setenta, amore.
—Y fue cuando te saqué a bailar y te robé nuestro primer beso, ¿recuerdas? —Tiró de su mano sin avisar y Nana se puso de pie para mecerse al son de la melodía que silbaba su marido. En cierta manera, me sentí un intruso presenciando su momento y, de nuevo, experimenté ese vacío en la boca del estómago que me gritaba que yo jamás tendría algo así, tan sencillo y grande a la vez, tan real y permanente a lo largo del tiempo.
Me alejé unos pasos hasta el espejo de cuerpo entero para revisar mi indumentaria. Al final, me había decantado por un traje en tonos dorados y marrones, flequillo echado a ambos lados. La tela no se ceñía demasiado, aún así podía dislumbrar un poco de mi silueta bajo la camisa que resultaba bastante pegada. Tuve que separar los brazos del torso con efecto inmediato para que la carne no se apretara y parecieran más fino. Menos gruesos. Cerré los ojos y respiré hondo. «Esto ya lo hemos pasado. Esto ya lo hemos superado», me repetí hasta que reuní las fuerzas suficientes para mirarme de nuevo y me encontré con Nana y Giuseppe observándome apenados.
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La Noche que Paramos el Mundo
FanficKhaotung tenía la vida ordenada y segura que creía desear. Hasta que aquella noche que tenía que ser perfecta cayó el telón y todo voló por los aires. First vivía el presente. Despreocupado. Sin futuro. Con sus propias normas. Hasta que el solista d...