Verso 10

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First

La sudadera de Khaotung parecía un chubasquero sobre el que habían derramado brochazos de pintura. Le quedaba larga, por la mitad del muslo, y, joder, estaba precioso. Aquella noche y siempre, digo, aunque debo confesar que sentía cierta debilidad por el chico cuando me observaba crispada como si quisiese que mi especie se extinguiese, con la boca fruncida y los enormes ojos muy abiertos dispuestos a tragarse el mundo y a mí con él.

Le acababa de contar nuestro plan para fundar el paseo de la fama. —Ja.

—Esto... —bajé el volumen y me incliné a su altura, irritándolo un poco más—, eso ya lo has dicho... unas diez veces.

—Ja —me desafió.

—Once. De aquí sale el ritmo de un pegadizo estribillo.

Me aparté y tuve que esforzarme para sostenerle la mirada sin reírme. Su aspecto desde que nos habíamos puesto de pie era realmente cómico. Atisbaba la señal de obra y la cinta amarilla que lo delimitaba, el cemento húmedo, y me miraba con las pupilas dilatadas, pálido y con las mejillas encendidas, todo al mismo tiempo, solo en él podían darse esa clase de fenómenos naturales opuestos. —¿Qué te impide hacerlo?

—¿¡Qué!? Por ejemplo, que tengo más de quince años.

—Diecinueve para ser exactos, los superas por cuatro, puedes tomarte algunas licencias...

—... y mi expediente delictivo está impoluto.

—Con más razón deberíamos ponerle remedio.

—¿Deliras? Si te has fumado algo, dímelo y aviso al Samur.

—Al Samur vamos a tener que llamar si no te relajas. Es una tontería, Khaotung, dejar nuestras huellas en el cemento.

—Una tontería que no pienso llevar a cabo. —Reforzó su argumento negando con la cabeza de un lado a otro—. No, no y por supuesto que no.

—Está bien. Por lo menos, ¿podrías avisarme si aparece la policía? —exageré las consecuencias y su tensión aumentó. De nuevo, tuve que controlarme para no curvar los labios. Joder, si pasaba la policía ni siquiera se detendría al ver a un par de desgraciados de rodillas.

—Si viene, fingiré no conocerte. —Dibujó una sonrisa y, satisfecho, se removió el cabello.

—Entre tú y yo, es una coartada muy poco consistente. Tocamos en la misma banda.

—Declararé en tu contra en el juicio.

—¿Juicio?

El que se había fumado algo era el. —¿Eres consciente de que acabas de romperme el corazón?

—Lo haría si tuvieras.

—Qué ataque más gratuito.

—Si tuvieras corazón y, lo más fundamental, cerebro, no estarías sugiriendo invadir una obra y plantar nuestras manos.

—¿Qué tiene que ver el corazón?

—No sé, algo. El mío ha trepado por el pecho y está a punto de salírseme por la boca.

— Khaotung, lo que describes se llama adrenalina y significa que te mueres de ganas de grabar nuestras huellas juntas para la posteridad. Negártelo no ayudará a que mejoren los síntomas.

Apretó todavía más los labios. Vaya, se lo estaba planteando. Con eso sí que no contaba. Lo cierto es que no lo había llevado a ese punto de la avenida con ningún fin concreto. Era un lugar que me traía buenos recuerdos de la infancia y últimamente me había dado por refugiarme en ellos. Supongo que quise mostrarle mi cobijo, parte de mi yo de hace muchos años, sin que ni siquiera lo supiera. Cuando era pequeño pasaba muchas tardes allí con la yaya mientras mamá fregaba los suelos y las escaleras del ministerio y papá servía cervezas. Ella acudía a recogerme al colegio y me dejaba jugando «donde pueda verte, ¿Bien, First?, no te alejes» mientras atendía su negocio golosinas Pepa. Pasaba las tardes con los otros niños y, un tiempo después, cuando crecí, me dieron permiso para cruzar el puente de la M-40 y echar unas canastas en el Centro Deportivo Municipal. Recuerdo que me sentí un dios. Invencible. Mayor. Y lo hice. Crucé pegado a la barandilla azul con los coches navegando debajo y a mi lado, en la mano uno de los flashes de limón que la yaya siempre reservaba para mí sin importar la estación en la que estuviésemos y que me llevó a asociarla a ese sabor tras su pérdida.

Desde entonces no imaginaba mejor manera de que te inmortalizasen que como un sabor agradable. Sensaciones. Para mí las personas que se iban lo eran. Las vistas sobre los hombros del abuelo cuando bajábamos al Alcampo a hacer la compra grande los fines de semana y el limón del hielo de la yaya. Lo que inevitablemente me llevaba a preguntarme cuál sería la mía, si lograría convertirme en una canción como anhelaba, el tema sin nombre, solo música, que un desconocido tarareaba en el metro. «Eres un loco de la hostia», habría dicho Jong, y llevaría razón, sobre todo desde que la inspiración se había esfumado y me había obsesionado de más.

A lo largo de las últimas semanas había acabado muchas noches allí, solo, nostálgico y frustrado, en busca de la maldita letra épica. También la había perseguido en el parque de las Siete Tetas, en las inmediaciones del campo y en la puerta del garaje donde una chica me metió mano por primera vez.

Las canciones que hablaban de juventud perdida y de expectativas incumplidas vendían. A la peña le iba lamentar cualquier tiempo pasado y recrearse en la miseria. Pero nada. Ni una cochina frase. Era como si no tuviese nada que contar hasta que lo veía a él, a Khaotung, y sentía que aún quedaba historia. —Vamos, va, hay seis, ocho pisos con las luces encendidas, el éxtasis del riesgo de que nos atrapen está cubierto. Voy a hacerlo, príncipe, Vallecas tendrá su paseo de la fama —anuncié.

El pasatiempo se había alargado demasiado. Pronto las calles se llenarían de gente rumbo al metro para ir a trabajar. Era entonces o nunca, y estaba decidido. Me puse de rodillas, estiré los brazos... y el se agachó a mi lado. Caló la capucha y tiró de las cuerdas con fuerza anudándolas al cuello para que su rostro permaneciese oculto. Parpadeé confundido.
—Por si hay cámaras de seguridad —aclaró—. ¿Qué? Si estoy condenado a ser tu cómplice, como mínimo que sea por, ¿cómo lo has llamado?, ah, sí, la posteridad, aunque no tenga la menor idea de a qué te refieres. —Se me adelantó y hundió las manos en el cemento. Sonrió sorprendido al presionar—. Vaya, está frío, pero es suave, me recuerda a la masa de galletas.

En aquel instante comprendí que los momentos no se buscan, se presentan. Parecido a cuando sales una noche de fiesta dispuesto a darlo todo y termina siendo mediocre en contraposición a esa en la que te juraste «una cerveza y a casa» y acabaste atracando la nevera a las ocho de la mañana con un pedo de narices y anécdotas capaces de sobrevivir al paso de los años. Enterré las palmas a su lado, tan cerca que nuestros dedos meñiques se rozaron, y lo miré. Supe que no olvidaría nunca ese minuto, que nunca lo olvidaría a él. Llegaba demasiado tarde para hacerlo.

—¿Cuánto tiempo hay que estar en esta postura? Si nos descubren, es probable que te maldiga, First.

Rio. Por fin, me rendí.

— Khaotung..., quédate en el piso. Quédate conmigo. Quédate en mi vida. Te necesito.

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora