Verso 3

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Khaotung

Salí a la calle a buscar a Mix. Fuera las personas se agolpaban en la cola. La entrada en Ruido era gratuita hasta la una de la madrugada y la gente había apurado las manecillas del reloj en el botellón. En resumen, la mayoría iban «animados», por decirlo finamente, muchos fumaban y otros tantos daban sorbos a escondidas de la copa que traían de contrabando en vasos de plástico. Desprendían la clase de alegría invisible que se te adhiere a la piel al estar rodeada de tus amigos un jueves por la noche. O eso suponía.

Sobre estos temas solo podía teorizar. Mi círculo social no era muy amplio, al contrario, más bien estrecho, todavía más reducido desde que Force y Book habían salido por la puerta trasera. De dos. Selectivo, como aseguraba Mix, y con una de las componentes alérgica a la fiesta. Y, hablando de el, ¿dónde estaba? Me puse de puntillas. Al final me había vuelto a cambiar. Mi camisa color mostaza, el cinturón rosa, mi pañuelo... combinado con las zapatillas, unas Converse de talón alto negras. Se trataba de una fusión extraña de dos mundos. No sabía si combinaba o no, probablemente no, la cuestión es que me sentía cómodo. Un poco más yo... Un yo desconocido que se estaba moldeando y a la que empezaba a saludar. Observé la fila. No se extendía más allá de donde alcanzaba mi vista. Aun así, eran muchos. Demasiados. Público. Preferí no pensarlo y reconozco que Mix me ayudó al verme y venir corriendo con los brazos abiertos dispuesto a beneficiarse del privilegio de conocer al solista. Conforme llegó a mi lado quise estrangularlo.

—¿Qué es «eso», Mix?

—Mi pecho embutido en Wonderbra. ¿Quieres tocarlo? Vas a sorprenderte...

—Lo que hay por encima.

—Ah, eso, una camiseta.

—¿Una camiseta? ¿¡Una camiseta!?

¿De verdad había tenido la desfachatez de decirlo y quedarse tan tranquila? —Yo a ti te mato y te entierro junto a una especie protegida para que no puedan recuperar tus huesos. ¿De dónde la has...? ¿Lo que estoy haciendo es...?

—Sacarte un moco, nene, sí, hurgar en busca de petróleo. Te atrapé el día de tu épica borrachera y tuve que inmortalizarlo.

Genial, a la vergüenza de que llevase una camiseta personalizada con mi cara había que sumarle que saliese haciendo algo tan poco honorable como meterme el dedo en la nariz sonriendo como un lelo. El asesinato estaba justificado. —¿Lo inmortalizaste para algún fin en particular?

—Tener una prueba irrefutable si los de la NASA dudaban de tu condición humana.

—¿Y lo exhibes en el concierto por...?

—Porque es genial, Khaotung, genial un huevo. Ya puedo ver todos los puestos de groupies inundados con este diseño a la salida de los conciertos... Serás la estrella, y no los chicos que siempre se llevan el protagonismo...

—Mix..., tienes que destruir esa foto.

—¡Por encima de mi cadáver! —Enarqué una ceja, tratando de amedrentarlo, y el se rio—. ¿Pasamos?

—Va, en serio.

—Estoy seco.

—Te lo repito. Esa cosa no puede sobrevivir a esta noche.

—Que sí, que sí, sargento Roig... —me ignoró y saludó pizpireto con toda su desfachatez a José, el portero todoterreno del pub, como si lo conociese desde la escuela infantil, para que se hiciese a un lado y nos dejase entrar. Lo peor es que lo consiguió. Me disponía a seguirlo de morros (el debate no estaba zanjado) cuando reconocí una voz masculina a mi espalda que me hizo enderezarme. —¿Khaotung? ¿Eres tú?

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora