CANCIÓN 5 * Nuestra actuación en Ruido *

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CANCIÓN 5

Nuestra actuación en Ruido

Verso 1

Jong

«En la herida está la solución» fue el primer verso que First compuso para mí. Nuestra relación tenía una periodicidad intermitente de dos años. Con trece, comenzamos a compartir aula en el instituto concertado. Él pertenecía al grupo de los «idiotas integrales populares» y yo al de los «idiotas integrales malotes», lo que viene a ser lo mismo que decir que ninguno de los dos era precisamente un ejemplo a seguir. Nos repelíamos, nos detestábamos y cuando chocábamos no existía otro final posible que no fuese el de ambos sentados en el despacho de la directora mirando en direcciones opuestas. Ocurría a menudo, no como los acontecimientos importantes, para estos la Tierra tenía que dar dos vueltas al Sol. Ni una más. Ni una menos. A las pruebas me remito.

Con quince años, First se sentaba en la última fila de cualquier espacio en el que estuviese porque existía una regla no escrita que rezaba que para ser genial tenías que ocupar esa selecta posición. Él y la panda de babuinos huele bragas que lo acompañaban armaban barullo y la liaban. A mí me producían un terrible dolor de cabeza. Sus exageradas bromas no hacían gracia. Eran ridículos y cobardes. Si yo quería montar un pollo, lo montaba. No necesitaba estar medio escondido en manada, lo ejecutaba desde la primera fila a la que siempre me veía relegado, siempre con el mentón alzado y desafiante. La misma expresión con la que lo observé durante nuestro trayecto de vuelta en el bus después de la excursión a las ruinas romanas de Segóbriga. Quería dormir y sus irritantes graznidos no me dejaban. Él se percató y, en lugar de cerrar la cremallera de su enorme boca y respetar el descanso ajeno, elevó la voz por encima de las cabezas de nuestros compañeros y me dijo:

—¿Tú qué miras?

—A Darwin dándose de cabezazos por habernos situado en el pico de la pirámide de la evolución, imbécil.

A la salida, nos pegamos por primera vez. First me reventó la nariz a puñetazos y yo le regalé un bonito ojo morado a juego con la expulsión de un día que nos ganamos. El segundo encuentro memorable fue con diecisiete. En la parte delantera del instituto, justo después de cruzar el parque y unos bloques de edificios, estaba el mirador donde nos juntábamos a fumar maría. Aquel día yo iba colocado, muy muy muy puesto. Hacía rato que mis amigos se habían echado colirio para disimular la rojez de sus ojos y se habían ido a sus casas, pero yo no podía parar. Necesitaba más y más droga para calmar la ansiedad. La sensación de evasión y desconexión de mi propia mente era todo lo que le pedía a esta vida. Y First salió de baloncesto. Y tenía que bajar por la escalera que estaba al lado del muro en el que yo me sostenía de pie a duras penas.

Caminaba con los cascos puestos y la bolsa de deporte colgada al hombro. Era la estrella del equipo. Marcaba los tantos decisivos en los partidos y... Chasqueé la lengua, al muy maldito lo rodeaba un halo de buena suerte. «¿Qué había hecho para merecerlo y yo no?», pensé, y, como si mis amargas reflexiones se materializasen en voz alta, me vio.

—¿Tú qué miras? —lo imité a la defensiva. En lugar de soltar algún comentario y continuar, detuvo la música y frenó.

—Estás muy drogado, Jong. Deberías aflojar. Te va a dar un amarillo —fue amable. Quizá sin público no era tan mal tipo o mi estampa daba la pena suficiente para que decidiese aparcar nuestras diferencias.

—¿A ti qué te importa?

—A mí nada. El trapo a las siete de la tarde eres tú.

—¿Cómo me has llamado? Repítelo —repuse con tono amenazante, y crují los nudillos guiado por la rabia de que tuviese razón. Avancé en su dirección y... me doblé en dos para vomitar.

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora