Verso 7

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Khaotung

¿Te gustaba Educación Física, Noah? Yo la detestaba. No me habrías reconocido. Solía llevar un uniforme dos tallas inferiores a la mía que me apretaba porque mi madre compraba la que quería que usase y no la que me hacía falta, y siempre, siempre de siempre, tenía miedo de que se me rajase por el culo cuando hacía la voltereta. Y durante el pino... Mientras estaba boca abajo con toda la sangre acumulándose en la cabeza solo podía pensar que mis brazos, frágiles y fofos, no soportarían el peso y se partirían como enclenques bastoncillos de caramelo. Por no hablar del potro... de tortura. Había que saltar y apoyar simultáneamente ambas manos. ¡Ambas manos! Todo ello con público, sin coordinación y con altas probabilidades de que el resultado fuese nefasto, es decir, de que me quedase petrificado con ambos pies pegados y no hacerlo. ¿Pasamos a mi nula capacidad pulmonar? Corría mal, destartalado, y sudaba como un cerdo a pocos metros de la salida. Surcos de tela mojada invadían mi camiseta y me caían gotitas saladas por la frente y el bigote que provocaban muchas carcajadas, quizá las de todos menos la mía. Pero lo que peor llevaba, lo que me dejaba sin dormir la noche anterior y con retortijones durante la clase previa, eran los deportes de equipo. Había que elegir, ¿sabes? Nos ponían en fila, bien expuestos, y dos compañeros se plantaban delante e iban seleccionando a los mejores, determinando quién era válido y quién un lastre. Quería que no me importase y fingía que no lo hacía, pero en cada turno de palabra cruzaba los dedos en la espalda deseando oír mi nombre, anhelando escucharlo por encima de los de las otras dos personas que siempre me acompañaban en las últimas posiciones, porque si te quedabas el último, si eras el que nadie quiere, ni siquiera se dignaban a pronunciar «Khaotung», no te llamaban, te convertías en un paquete de carga.

Todo eso quise decirle a First... Para explicarle que no me había echado atrás por la presencia de Force o por un previsible ataque de pánico escénico. Al enfrentarme a los focos me había transportado a la clase de Educación Física, años atrás, y había comprendido que el hecho de estar allí, en Ruido, con ellos, significaba que por una vez me habían elegido como primero, que Al Borde del Abismo había sido como saltar un monumental charco sin salpicarme de barro. Y, en plena reflexión, me había dado cuenta de algo en lo que no había reparado antes. No solo las cosas malas dan miedo, las buenas también, y más. Porque el ser humano tiene mecanismos de protección y de defensa ante lo que le aterra, pero está desnudo y vulnerable ante lo que le hace disfrutar, y nace el miedo a perderlo. El miedo a subir para volver a bajar.

«¿Conoces ese sentimiento que surge cuando algo parece demasiado bueno para ser verdad y entonces te resulta sospechoso y sientes que no durará? Por eso tengo que irme.»

Lo habría entendido. Me habría entendido. Pero, en lugar de abrirme, me puse de pie, desanudé el pañuelo que llevaba atado al cuello y de puntillas lo enrollé alrededor de la tintineante bombilla. Regresé casi a ciegas a su lado. —¿A qué se debe el cambio de ambiente? —Lo imaginé con el ceño fruncido.

—A que estoy improvisando.

—¿Cuándo fue la última vez que...?

—¿Hice algo sin pensar? Descansaba plácidamente en el vientre materno. Solté una risa nerviosa.

—¿Vas a...? —vaciló.

—Voy a intentarlo. Dale. Si puedo, te sigo. Pasaron unos segundos hasta que First se acomodó con una postura relajada. Fui consciente de nuestra proximidad cuando su rodilla rozó mi muslo. Contuve la respiración. No me moví. Él tampoco. Nos quedamos quietos y en silencio. La banda había empezado a tocar a su señal y existía algo íntimo, privado, nuestro, durante la breve espera de toma de aliento para que el bajista transformado en solista se incorporase al tema. Lo hizo sin titubear y estuve seguro de que nadie en el público había escapado al violento latigazo entre las costillas que se producía al escucharlo. Oírlo era... sentir la tierra abriéndose bajo tus pies, que el suelo desapareciese y tú siguieses flotando. Desvié la vista y lo observé a través de la nueva perspectiva que me ofrecía la penumbra. First se entregaba a lo que hacía. Cerraba los ojos, abría mucho la boca y los músculos de las mejillas, y la frente se le tensaba creando ondas. Era imposible apartar la vista de él... De su renovado perfil envuelto en sombras... Pero lo hice para unirme a la canción. El sonido brotó por sí solo al acercarme al micrófono, más débil que el suyo, con menos torrente de voz, la boca a medio abrir y fluctuaciones rotas que no traté de ocultar. En mi entonación se podía intuir el miedo, la ansiedad, el esfuerzo, la asfixia... Todas las emociones sobre las que normalmente colocaba un trapo hasta convertirme en una habitación hecha solo de paredes. Y quise que First me viera por completo como nadie lo había hecho antes. Quise que viera mis fragilidades. Ni siquiera supe el motivo. Solo que era una necesidad.

Le arrebaté el micrófono, volví a incorporarme y continué cantando sin parar hasta situarme de nuevo bajo la bombilla del almacén. Estiré la mano y... Arrancar la tela que envolvía el faro fue como dejar que las sábanas cayesen arremolinadas a mis pies sabiendo que debajo no llevaba ropa, una de esas cosas que me aterraban. Pero no fue pánico lo que experimenté al encontrarme con sus ojos color chocolate... Fue... un vuelco en el estómago, el jadeo que me acompañó durante las últimas notas y los destellos a mi alrededor con la respiración aumentando de frecuencia al ponerle fin. Un orgasmo. Uno con el que descubrí que llevaba años confundido; superar algunos capítulos de mi niñez y de mi adolescencia no era aprender a decir adiós a la gente como había supuesto hasta entonces, soltar. Era saber decir hola, agarrar.

No quiero irme, First.

Lo agarré.

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora