Verso 3

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Khaotung

Llegamos de noche.

La casa de Namtan y Neo no estaba en el pueblo, sino a las afueras, solitaria en mitad de las montañas rocosas salpicadas de pinos. Al tomar el desvío de la carretera principal me angustié. El firme de la calzada se tornó inestable. Había muchas curvas y pocos vehículos. Y la vegetación era cada vez más densa, con sus copas entrelazadas tragándose la tenue luz de la luna. Hasta ese momento mis rabietas, mis raras y puntuales rabietas infantiles con mis padres, trascendían como mucho a un portazo en mi cuarto y encerrarme. Nada de irme con un puñado de extraños a un lugar indeterminado del mapa en medio de ninguna parte.

-¿Habrá cobertura? -intervine por primera vez desde que había subido al coche.

-Sí, ¿por? -preguntó la batería desde el asiento del copiloto.

-A Mix, mi mejor amigo-improvisé-, si no conoce mi ubicación en tiempo real le da por llamar a la policía. Es un paranoico.

Neo me observó con el ceño fruncido y se inclinó hacia delante para susurrar a su hermana: -Creo que piensa que somos una secta satánica y vamos a zamparnos sus órganos.

-Shhh -le mandó callar. ¿Pensaba eso? Quizá expresado con otras palabras, pero, veamos, mi naturaleza salía a flote. Siempre había sido precavidp. Muy precavido. Nada de aceptar caramelos en el parque, recoger autostopistas o ir a casas de extraños, menos aún internarme en el oscuro bosque con cuatro desconocidos bajo el ulular de los búhos, arriesgándome a que pudiesen hacerme lo que quisieran mientras yo estaba indefenso-. Puedes darle nuestra dirección a Mix e invitarlo a cenar algún día si de ese modo vas a estar más cómodo. Traemos comida suficiente para sobrevivir a una hecatombe zombi. Papá es un exagerado -ofreció Namtan con amabilidad. A Mix le caería bien. A mí debería caerme bien. De repente, me sentí estúpido. Tonto. Desagradecido. Un pseudoadulto a la deriva que no paraba de fastidiarla. Siendo poco para Force, mintiendo a mi madre y desconfiando de las únicas personas que se habían fiado de mí sin motivo aparente. En aquellos instantes deseé tener otra personalidad. Ser más abierto, simpático, saber expresarme en lugar de ser experto en aislarme dentro de mi caparazón. Soltar una gracia distendida con la que todos riéramos y dejar de estar rígido. Pero no podía relajarme. Estaba demasiado atado

-Con saber que hay cobertura basta. Gracias -dije, y volví a abstraerme mirando por la ventanilla. La casa de campo apareció diez minutos después. Estaba construida sobre una base de piedra y madera, con dos plantas, balcón en las habitaciones, porche y jardín. Era preciosa. De cuento. Con el césped cuidado, una pasarela de vigas, la mesa dispuesta al aire libre y lo que me pareció una piscina cubierta. Una fantasía en un enclave perfecto que olía a paz, en el que se respiraba frescura, las luciérnagas chisporroteaban libres con su luz y los grillos tejían una especie de nana balsámica que me contrajo el pecho al bajar y respirar.

-¿Nos tiramos en las hamacas con un trago fresquito mientras los chicos nos alimentan? -Namtam señaló con la barbilla las dos hamacas de algodón blanco que colgaban de los árboles e interpretó mal mi silencio-. Que no te engañen. No sientas compasión por ellos, tienen una especie de lucha egótica interna por ver quién hace las mejores barbacoas de la que podemos beneficiarnos.

No podía ser más dulce, de verdad que no. Y yo más rancio tampoco.
-Preferiría que me enseñen mi cuarto e irme a descansar un rato.

-¿No vas a cenar con nosotros?

Me mordí la parte interna de la mejilla al atisbar sus ojillos de decepción para mantenerme firme. Había decidido que no intimaría con ellos. Serían un mero trámite para un fin. Nada más. Así no se darían cuenta de que no tenía nada de especial y no me echarían del grupo. -Tengo que terminar un trabajo de la universidad y me gustaría quitármelo de encima hoy para mañana estar al cien por cien con ustedes. Además, he picado algo antes de salir. -Sonreí y ella cedió. Namtan me acompañó a la habitación y evité por todos los medios mirar a First mientras me alejaba. Había algo en el bajista..., siempre hubo algo..., sumamente irritante. Compartir techo con él me conducía a pensamientos inapropiados como calcular cuántos pasos separaban nuestras habitaciones mientras la anfitriona me explicaba dónde dormiríamos cada uno, u observar los baños cavilando si coincidiríamos medio desnudos como en las absurdas comedias románticas.

La noche anterior había soñado que me acariciaba y había sentido el mismo cosquilleo que experimenté en el baño del conservatorio en la parte baja del vientre, pero más sofocante, ¿bien? Y no tenía permiso para meterse en mis sueños... Mi cuarto resultó ser el último del pasillo. Las paredes eran de un amarillo rústico muy claro y estaba decorado con muebles blancos y vaporosas cortinas del mismo tono, vigas en el techo y una mecedora de mimbre. Los mellizos habían vaciado el armario y el suavizante floral de la cama impregnaba toda la estancia. Era acogedor, pequeño y agradable. Aun así, mi único pensamiento desde que lo pisé, después de avisar a mamá de que habíamos llegado a París sin complicaciones y roer unas tortitas de maíz que llevaba en la maleta, fue el de huir. Podía escucharlos a través de la ventana y mi miedo me gritaba que estar allí era un error, la tremenda equivocación de la que debía escapar antes de que fuera demasiado tarde. Pero First se había comprometido a ingresarme el adelanto, yo ya había escrito a Roma para confirmarles que la semana siguiente lo tendrían y, en fin, no había marcha atrás. Casi no dormí esa noche dándole vueltas a lo mal que saldría y el peor escenario imaginado se quedó corto frente a la realidad... El primer ensayo al día siguiente fue una tragedia y por la tarde, tras el parón, peor. Si en el de la mañana no logré entonar un verso, en el de la tarde no me salió la voz. De nada sirvió su paciencia infinita o la propuesta de continuar sin mí y volverlo a intentar cuando estuviese más calmado. A las nueve, cuando me liberaron, salí disparado a la habitación, enterré la cabeza entre los cojines y me quedé en esa posición, compadeciéndome de mí mismo, hasta que una voz masculina me sacó de mi estado de letargo cuatro horas después.

-Hola -dijo Jong desde el marco de la puerta con sus pantalones vaqueros desgastados y la curvatura de labios socarrona sin la que no sabía salir a la calle.

-Hola -devolví el saludo receloso. ¿Qué hacía él allí?

-Tengo hambre. -Puso cara de niño bueno. Sobra decir que no me creía esa mueca ni su gesto amistoso. Me senté a la defensiva.

-¿Avisas de todos tus estados como un Tamagotchi? Qué lindura.

-¿Por qué me odias? -Fingió que mis palabras eran dagas que le atravesaban el pecho y avanzó un paso, adentrándose en la estancia. -¿No te fías de nadie?

-Ni de mi sombra.

-Veamos, esto no es precisamente ayudarte a ti, sino al conjunto. Me importa el grupo, es lo que me va a hacer condenadamente rico.

-¿De verdad crees que van a triunfar? -Levanté una ceja, escéptico.

-Triunfaremos -rectificó, y le seguí la corriente.

-¿De verdad crees que triunfaremos?

-No hay nada de lo que haya estado más seguro en mi vida. Y ahora, segundo intento, tengo hambre.

Estiró la mano en mi dirección, la miré y no sé por qué lo hice, pero la agarré. Enlacé mis dedos con los suyos y salimos

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora