Verso 3

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Khaotung

Los padres de Mix les habían dado en vida a el y a su hermano Gun lo que les correspondía del testamento. Una vez prejubilados, habían vendido todas sus propiedades, se habían asegurado una vejez más que digna y habían cogido el primer vuelo que salía del aeropuerto para recorrer el mundo. En aquel momento, se encontraban en Australia aprendiendo a surfear y su siguiente destino era Nueva Zelanda en autocaravana. Hasta su propio hijo los envidiaba... A Gun le quemaba el dinero entre las manos. «Se va a arruinar como a los que les toca el Euromillón. Este no llega a los treinta sin dejar la cuenta a cero», decía mi amigo y hermano pequeño del susodicho, y parte de razón tenía. El chico había comprado una casa impresionante, no usaba tecnología que no proviniese de la marca Apple, era generoso hasta decir basta con sus amigos (copas y más copas en reservados) y su último antojo se trataba de una moto bastante cara y extravagante, a pesar de no tener intención de sacarse el carnet para poder conducirla.

Luego estaba Mix, algún capricho se había dado, era humano, pero en general actuaba con cierta cabeza. A los veinte años todavía no sabía dónde se establecería cuando se hiciese mayor (Silicon Valley, en Estados Unidos, sonaba con fuerza en las apuestas), mientras tanto se pagaba sus gastos, los estudios de Diseño Gráfico, y había alquilado una habitación en un piso compartido del centro. Era la abeja reina de la casa y como buena abeja reina había impuesto una regla al enjambre. Solo una, que en su momento me hizo muchísima gracia cuando me la contó, y ahora me perjudicaba. La asignó después de que una visita puntual a uno de sus compañeros se prolongase durante seis meses sin que contribuyera con un mísero euro. —Tenemos que impedir el paso de los chupópteros de luz, agua, gas y wifi. —Esto último era lo que realmente le importaba—. Los invitados, cinco días, y a la calle, ¿quién está conmigo? —Fue una votación a favor unánime... ... Una democrática votación unánime que me dejaba con un estrecho margen de dos días para encontrar un trabajo (sin experiencia previa), que a poder ser tuviese un horario compatible con la universidad (a Dios gracias que la matrícula estaba abonada) y con el que pagar un alquiler asequible y grandes lujos de la independencia como el abono del metro, comida y, con algo de suerte, productos de aseo del tipo pasta de dientes, desodorante y colonia.

Bueno, si las cosas se ponían feas, de la colonia se podía prescindir con un buen gel. Hasta entonces nunca me había enfrentado al mundo real. Era un privilegiado. De haberlo hecho, no habría malgastado el primer día vagueando con Mix en la cama aprendiendo a jugar a sus videojuegos favoritos. Me habría puesto las pilas. El nunca me echaría, antes se plantearía dejar el cuarto que adoraba y mantenerme como un «chupóptero de luz, agua, gas y wifi», pero yo no podía permitírselo.

Evitarle el mal trago era mi responsabilidad y sentía la presión del taladro de la cuenta atrás clavándose en mi cerebro. Ya no recordaba las solicitudes de empleo que había mandado desde los portales donde me había registrado, pero sí que me habían descartado de un total de todas y seleccionado en cero. Una perspectiva laboral inmejorable. ¿Y los pisos? Al principio, los buscaba con buena ubicación, pequeños y coquetos, bonitos, de esos que los ves en la foto de la página web y no te importaría llamarlos hogar. Para mí solo. Pasada la línea de la desesperación me valía cualquier cueva situada en el rincón más remoto de Mordor con cinco uruk-hai (la influencia de Mix empezaba a ser palpable) en la que las paredes no se cayesen a pedazos y a poder ser pasasen una inspección de Sanidad sin necesidad de que esta fuese demasiado exhaustiva. ¡Los precios eran una puñalada en el hígado!

Y en la mayoría de los casos exigían no uno, ¡dos meses de fianza antes de entrar! Aunque se produjese el milagro de que un alma caritativa me contratase, no podía exigir un adelanto el primer día. Con Al Borde del Abismo había tenido una suerte que no se repetiría dos veces. Suspiré y eché la cabeza hacia atrás para observar el edificio antiguo que tenía enfrente. Era mi última y única oportunidad, no había más. La pensión Loli estaba en Conde de Casal, en el tercero de un bloque con la fachada azul celeste situado al lado de uno color mostaza. Céntrica, con la parada de bus y metro al lado, un pequeño supermercado, bares (a los que no podría ir) y un obrador artesanal de dulces haciendo esquina. La habitación costaba menos de quinientos dolares al mes, cuatrocientos cincuenta para ser exactos, los baños, la cocina y el salón era comunes, y, lo más importante, tenían un cuarto libre que se pagaba a mes vencido, sin fianza y con entrada inmediata.

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora