CANCIÓN 4

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Aquel ensayo en la sierra del país

Verso 1

Khaotung

La siguiente actuación en Ruido era al cabo de una semana. Sin presión. En realidad, siendo justo, tampoco me exigían tanto para mi primera puesta de largo: dos canciones a dúo con Jong y hacer los coros en las demás.

Lo que viene siendo caminar sobre ascuas para un novato. Con el fin de alcanzar tal proeza, los cinco nos iríamos cuatro días de encierro a la sierra de la ciudad para ensayar en la segunda residencia de los mellizos. ¿Yuju...? No. Imaginarme allí, rodeado de extraños y fingiendo saber lo que hacía se me antojaba una prueba del destino para calibrar mi amor por la cocina. El día del casting, antes de abandonar el conservatorio, me habían dado una carpeta con todo el material que necesitaba: el repertorio, las maquetas de las canciones propias y de sus covers más populares, y la transcripción de la letra para que me familiarizase con el contenido y el tono de los temas.

Una vía de acceso, atajo que me habría sido útil para experimentar en mi habitación y no partir de cero si me hubiese dignado abrirlo, claro. Y es que, dos horas antes de embarcarme en la que sería la gran aventura de mi vida, seguía esperando que mi madre entrase en mi cuarto agobiada por el despiste para pedirme la carta, hacer el ingreso de la matrícula y evitarme así la increíble locura que venía al girar la curva. Sin embargo, tal cosa no sucedió y me vi arrastrado a pasar al plan B: convencerla para que me diese permiso para la escapada.  Por supuesto, la verdad nunca fue una opción. En el mejor de los casos, me mandaría directo a un internado y en el peor, a un convento. La farsa que había ideado, en cambio... Podía resultar, aunque de estar en lo cierto mi pálpito terminaría por partirme el alma en dos. Pospuse la consulta hasta casi el final, cuando las manecillas del reloj empezaron a presionar y repté hasta la puerta de su habitación, respiré hondo y golpeé dos veces la madera.

—Adelante —concedió mamá. Entré. Como suponía, estaba sola. Papá rara vez se encontraba en casa y aún menos en el cuarto común que compartían. Consumía su tiempo entre la oficina y el despacho de nuestro chalet, en el que se encerraba a cal y canto como si nuestra presencia lo incomodara, como si vernos le recordase algo molesto y demasiado triste. Mientras, como esa tarde, mi madre, que se llama Eloísa, permanecía horas sentada frente al tocador blanco con el pelo recogido con un turbante y la vista clavada en el espejo repasando las  líneas de la cara que le nacían en el contorno de los ojos y encima del labio. Le tenía declarada la guerra a envejecer y utilizaba el bisturí, un arsenal de cremas y ejercicios varios para combatir su propagación. Pero no lo lograba. La edad ganaba terreno y eso la asfixiaba. Siempre que me situaba detrás de ella me quemaban las ganas de decirle que detuviese ese sufrimiento continuo, que estaba guapa, que era guapa, y que cuando miraba las rayas que la atormentaban no veía un cúmulo de años, veía raíces expandiéndose en la arena. Historia viva creciendo como un árbol. Algo completo y fascinante.

Lamentablemente, esas palabras se quedaban encajadas entre mi garganta y mi propia realidad. ¿Cómo iba a darle consejos yo, precisamente yo, cuando las trincheras de mi pasado, aquellas estrías y surcos marcándome, escocían a la vista y al tacto? Desvié la mirada y hablé. —Force me ha llamado esta tarde.

—Hijo, al creer que no tengo nada mejor que hacer que conspirar para solucionar tu vida sentimental menosprecias el valor de mi tiempo.

—Sé que no has sido tú —aclaré. «Más que nada porque me lo estoy inventando»—. Quería darme una sorpresa. Quiere... —callé. En el momento en el que lo dijera en voz alta no habría marcha atrás. En el momento en el que lo pronunciase, mi corazón se paralizaría a la espera de su respuesta—. Quiere que vayamos cuatro días de viaje los dos solos. Nada ostentoso, a París. Pretende arreglar las cosas. Recordar viejos tiempos. Intentarlo, vamos.

—¿Y qué quieres tú? —«Que me lo impidas, mamá. Que me ordenes que me valore y me quiera por encima de un chico que no merece la pena.»

—No lo sé, perdería tres días de universidad...

—Las clases no son lo más importante. —Noté la primera contusión en las costillas. —Supongo que lo justo sería darle una oportunidad. Comprobar de primera mano si está arrepentido.

Mamá dejó de lado su reflejo y se giró para agarrarme las manos. Deposité toda mi esperanza en ese arranque de cariño y en la manera en la que la miraba. Era imposible que no se diese cuenta de mi súplica, de mi llanto ahogado. Acarició mis nudillos, movió la boca y... —Estoy muy orgullosa de ti, mucho. El amor es sacrificio y perdón. Aguantar y superar. Force es un buen partido, de lo mejorcito que queda en este siglo. Puedes ir. Hablaré con tu padre.

—Gracias, mamá —murmuré con el corazón deshecho—. Sabía que no me fallarías en esto.

—Solo quiero que seas feliz. —Sonrió—. Y no olvides que los crêpes frente a la torre Eiffel son una delicia..., una delicia que trae muchas alegrías a las cartucheras y dolores de cabeza.

Si mi madre me hubiese frenado, nuestra historia no habría tenido más recorrido. De hecho, si hubiese podido ver por un agujerito lo que se avecinaba, nos habríamos mudado de planeta esa misma noche. Pero no era vidente y lanzándome a los brazos de Force consiguió que una parte de mí se desprendiese y se quedase entre esas cuatro paredes. La que salió, la parte que era libre, iba dispuesto a todo, incluso a poner su propia piel del revés si hacía falta. —Amor no es allí donde se sufre —dijo Nana apenada cuando salí, sin ocultar que nos había escuchado.

No podía hablar del ensayo, la pondría en una situación delicada y, a la vez, no quería dejarla mal, así que me pegué mucho a ella, me agaché y le susurré un críptico: —Nana, no me voy a Francia. Me voy a volar.

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora