Verso 9

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Khaotung

No llegamos demasiado lejos. De hecho, no nos alejamos más allá de un par de manzanas de su barrio. Nos tumbamos en el suelo cerca de la parada de metro, escena que me hizo evocar a Noah y Allie tirados en la carretera en El diario de Noa y al pobre Jack en un banco admirando la belleza de las estrellas segundos antes de que Rose irrumpiese y lo privase de la única escapatoria del hundimiento del Titanic, la tabla.

Todo con la salvedad de que allí no había estrellas (contaminación lumínica de la capital) y, en lugar de temer los faros de un auto, estaba rodeado de grafitis. La zona en cuestión, con el centro de salud detrás y un parque de asfalto con mesas de ping-pong y cuestas de poco relieve para hacer skate, tenía un muro, una construcción de hormigón que los vecinos habían utilizado para dejar fluir su vena artística. Algunos dibujos eran francamente buenos, evocadores, pero otros... Torcí el gesto y First pareció apreciarlo desde su posición con los brazos cruzados en la nuca y los ojos cerrados. Increíble. —¿Qué te chirría, príncipe?

—Nada.

— Khaotung... —¿Emitía un ruidito característico cuando algo me fastidiaba? ¿Por eso lo había averiguado? Chasqueé la lengua y confesé resignado.

—Es por el «Laia x Jonathan». — First se colocó de lado, sobre su costado, para ver de qué hablaba. La pintada en letras negras que tenía a la altura de los ojos.

—¿Tienes algo en contra de las declaraciones adolescentes?

—Tengo algo en contra de los ciudadanos incívicos. A nadie le importa que... —ojeé la fecha que venía debajo y el símbolo de infinito— lleven menos de un mes prometiéndose amor eterno entre niños.

—A ellos les importa.

—Que se lo tatúen. —Sonreí y soltó una carcajada—. ¿Qué?

—Joder, eres un insensible.

—Gracias.

—Venga, va, atrévete a decirme que nunca has sentido la irrefrenable necesidad de dejar algo grabado para la posteridad.

—Me atrevo y no, nunca lo he sentido.

—¿Nada de corazones en las agendas?

—¿Y estropearlas?

—¿Pósters en los armarios?

—Habrían tapado el espejo de cuerpo entero.

—¿Notitas en clase?

—El profesor o, peor, un compañero podía interceptarlas.

—¿Hundir las llaves en la madera de...?

—Soy amigo de la naturaleza —lo interrumpí—. ¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido esa irrefrenable necesidad?

—Compongo canciones. Vivo por y para la posteridad.

Lo escudriñé. Se había calado la capucha y las puntas de su pelo desordenado se le salían por los laterales. No iba de farol, vivía por y para la posteridad. Por y para la eternidad. —Ni siquiera comprendo del todo la equis de separación —volví a la carga.

—Es el símbolo «por» —me corrigió.

—¿Cuál es su función?

—Supongo que cuando dos personas se quieren se multiplican. Son más.

—Lo único que me cuadra con esa teoría... —tamborileé con los dedos en la barbilla mientras reflexionaba— es tener hijos, ser uno más, y no creo que Laia y Jonathan, con el friolero récord de un mes juntos, estén dispuestos a ponerse a traer bebés al mundo.

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora