CANCIÓN 10

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CANCIÓN 10

Espejos y piel

Verso 1

Khaotung

Tenía poco que hacer aquel domingo caluroso de junio. La gira de bolos de Al Borde del Abismo comenzaba al cabo de una semana y había aprobado todas las asignaturas de las que habían subido la nota a la plataforma online, a falta de una en la que tenía más que claro que sacaría, como mínimo, un notable alto o iría a reclamar mis puntos robados.

Oh, sí, era así de repelente y podía ir a peor. Nunca fui de las personas con falsa modestia que mostraban una inseguridad que para nada sentían a la salida del examen y decían entre pucheros «lo he hecho fatal, voy a suspender» para luego dar el campanazo con un sobresaliente. Si lo había logrado, ¿por qué no reconocerme el mérito? Era fruto de mi trabajo. En fin, con los exámenes superados y tras haber decidido que pediría la beca al año siguiente, cuando mi nivel de conocimientos y preparación fuese superior (fue la elaborada y responsable excusa con la que me presenté en el despacho de don Santiago de las Heras y pareció creerme), quedaba pensar en las actuaciones que teníamos por delante. ¿Estaba nervioso? La primera parada era un festival en una playa de la costa y por extraño que resultase no me encontraba inquieto. Aquello, teniendo en cuenta que viajaría por primera vez en una caravana, dormiría en una tienda de campaña y cantaría delante de miles de personas, era una proeza del tamaño de un asteroide o la señal inequívoca de que me había poseído un espíritu y tenía que hacérmelo mirar por un exorcista cualificado.

En serio, supongo que todo se reducía a First. El truco para que el exterior no me afectase. Sabía que en el escenario estaría él con la guitarra colgando y el pelo cayéndole por la frente, y sabía que mi mirada se fijaría en la suya y el resto dejaría de existir. Nos encerraríamos en una burbuja inaccesible, que nadie podía penetrar. Era lo que hacíamos siempre... Y, si fallaba, todavía quedaba la opción de echar a correr y camuflarme entre la multitud. Hasta entonces... Jong me había echado un pulso y era mi deber responder y superarlo. Lo había hecho un par de tardes atrás sentado en el suelo frente a la lavadora en marcha. La anterior acababa de morir y él y First habían comprado una de segunda mano en perfectas condiciones (o eso nos dijo el de la tienda). El rubio miraba embobado la espuma rebotando contra el tambor durante su primer lavado. A veces hacía cosas como esa. Cosas raras. Interesarse por detalles tontos y cotidianos y ser tremendamente feliz.

—¿Vas a estar durante todo el lavado? —pregunté, y asintió.

—Y el centrifugado. A lo loco. —Fruncí el ceño y sonrió de lado como si me estuviera viendo—. Dinamita, tienes que empezar a cuidar la piel. Te saldrán líneas de tanto arrugar el entrecejo en mi presencia.

—Qué va. Podré sortearlas. Tengo un máster en cosmética gracias a mi familia.

—Si tú lo dices... —Mantuvo la curvatura de labios y pasó su mano por los omóplatos, por el hueco donde estaban los dos enormes agujeros de alas arrancadas tatuados. El estómago se me encogió. No entendía la razón, pero siempre que imaginaba esa porción de tinta en su cuerpo ocurría—. Siéntate a mi lado.

—¿Para hacer qué?

—Nada.

—¿Nada?

—Sí, nada. —Ladeó el rostro y me analizó—. A menos que seas esa clase de gente —lanzó el dardo y piqué. Caí en su juego.

—¿Qué clase de gente?

—La que es incapaz de no estar ocupada. Existen, pequeño, y cada vez son una raza más extendida. Personas que se sienten culpables por descansar, improductivas. No caigas en sus redes.

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora