CANCIÓN 7 - EL piso con vistas a la luna -

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CANCIÓN 7

- EL piso con vistas a la luna ... -

Verso 1

Khaotung

El bajista me dejó una sudadera vieja que guardaba en el maletero y estuvimos hablando sobre el capó del Chevrolet Impala hasta bien pasadas las dos de la madrugada. Me acercó a casa, y comprendí la escena que tantas veces había observado en las películas y en la vida real como un escéptico espectador con una ceja enarcada. El ligero  vacile y el temblor de manos mientras atinaba a meter las llaves en la cerradura de entrada al jardín delantero con ganas de que sucediese un último giro inesperado, un broche diferente para el final de la noche. La llamada que desestabilizase mis siempre firmes dedos y me impidiese abrir. Estaba en tensión, nervioso, con una fuerza tirando de mi ombligo hacia arriba que desequilibraba mis pulsaciones. Quería que First bajase la ventanilla y pronunciase en voz alta mi nombre u oír un portazo y el sonido firme de sus pisadas aproximándose aunque el corazón se me paralizase. Pero no lo hizo.

Acerté a meter la resbaladiza llave en la cerradura y entré. Me sujeté para no girarme en el último instante para mirarlo y apoyé la espalda en la puerta cuando se cerró detrás de mí. Contuve el aliento con la boca seca y aguardé unos segundos sin moverme hasta que escuché su motor en marcha y las ruedas del coche alejándose. Tragué saliva y suspiré. No sabía si sentirme orgulloso por respetar su decisión y ponerle las cosas fáciles o un cobarde por reprimirme en lugar de dar un paso al frente y permitir que todo volase por los aires. Aceptaba su escueta explicación, aceptaba que no hubiese entrado en detalles, pero eso no significaba que estuviese de acuerdo, que una parte bastante amplia de mí (y cada vez más grande) se resistiese a no indagar más sobre el misterioso acontecimiento que había sucedido hacía dos años y si era tan terrible como para que no hubiese solución y sus restos desperdigados formasen de nuevo una figura.

Las personas podíamos ser nuestros peores jueces. Lo sabía de sobra.

Eché a andar consciente de que esa noche teorizaría mientras me lavaba los dientes, me ponía el pijama y me metía en la cama. Caminé con la lucidez suficiente como para saber que ese chico no era yo, al menos el yo de siempre. ¡Si estaba medio emocionado por llevar puesta su sudadera! Un trozo de tela que ni siquiera era suave y que me moría por abrazar y oler, Señor. Sin embargo, no podía detener el torrente de emociones. Tampoco le ponía el empeño adecuado. En el fondo, esa sensación desconcertante era lo más estimulante que me había pasado en años y no quería perderla. Prefería profundizar y...

—Buenas noches, Khaotung.

—¡La Virgen! —Casi pierdo el equilibrio y me caigo por la escalinata del porche.

—No, tu madre.

Me llevé la mano al pecho del susto. No tenía muy claro qué impresionaba más a aquellas horas de la noche, una aparición divina o encontrarme a doña Eloísa sentada en el sillón de fresno a oscuras. Bueno, sí, lo segundo ganaba por goleada. Encendió la luz. Llevaba la bata blanca de seda anudada por encima del camisón blanco, el pelo recién peinado de peluquería y la cara brillante y tersa por las cremas. A su lado, sobre la mesa a juego, descansaba una taza de té llena hasta el borde que se había enfriado sin que ni siquiera la hubiera probado. —¿Qué haces aquí en vez de estar en la cama? Es tarde, mamá.

—Las migrañas no me dejaban dormir. —Se masajeó la sien, cansada. Desvié la vista al garaje. Mentía. Mi madre no tenía migrañas, mi madre tenía un marido con la mala costumbre de volver a casa a horas intempestivas sin avisar.

La Noche que Paramos el MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora