El valor de las cosas

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Mabel soltó un gruñido ronco, un sonido que combinaba una queja con una maldición. Se tocó el abdomen, pecho y cabeza, asegurándose que todo estuviera en su lugar. Estaba viva y entera, aunque probablemente en unos minutos se convertiría en un gran moretón andante. Entre el caos, había caído en el hueco para los pies, con Puro Hueso a su lado. La mochila terminó encima del bolso, lo que mantuvo a Puro Hueso en su sitio y a salvo. Se sacudieron lo suficiente para temer la reacción del pajarito, pero, ¿qué podía hacer Mabel? ¡Seguir con vida ya era un gran logró!

Olía a gasolina, un olor penetrante y abrumador. Aunque tenía muchas ganas de acurrucarse y desmayarse, en cuanto el olor llegó, no pudo pensar en otra cosa. Trepó de regreso al asiento donde el pajarito respiraba de forma agitada.

- Mira lo genial que eres - le dijo, acariciando su cabeza -. ¡Fuiste el más listo de todos!

Era impresionante cómo había logrado evadir los objetos que volaban - a Mabel, por sobre todo - y no chocar contra ninguna superficie, a pesar de ser poco más que una mota de pelusa, ligera y frágil. La parte de Mabel que vivía asustada por su apariencia delicada y enfermiza por fin pudo relajarse; ese pequeño cabroncito era bastante resistente. No por nada había sobrevivido en una mugrosa y húmeda caverna hasta que su amigo se convirtió en esqueleto. Eddy, que fue quien menos rodó por la cabina, parecía bastante maltrecho, inconsciente con la cabeza contra el vidrio. Sangraba por la frente y la nariz, que se había roto contra el volante.

Mabel intentó abrir la puerta del pasajero, pero no cedió, sin importar cuánto la empujara. Eddy obstruía la otra puerta, así que tuvo que abrir la ventana trasera para salir. El pajarito, echado sobre el asiento, comenzó a piar al verla, intentando levantarse para llamar su atención.

- Dame un segundo - le dijo, dándole una palmadita en las alas distraídamente -. Voy a ver afuera rápido.

El pajarito no pareció contento con la respuesta; su diminuto rostro se arrugó y sus ojos siguieron cada uno de sus movimientos. Arrastrarse por la ventana no fue ni delicado ni agradable: se quejó todo el camino, cayó pesadamente sobre la cajuela y se incorporó con la misma gracia que un hombre gordo y fumador de la tercera edad. Bajar de la cajuela fue una experiencia dolorosa, más debido a la gravedad de lo que a Mabel le gustaría admitir. Se tambaleó hacia el frente de la camioneta para evaluar los daños. El capó estaba doblado como un acordeón, y el motor destrozado en tantas maneras que incluso su ojo inexperto pudo verlo. No era sorprendente que el olor a gasolina fuera tan fuerte. El árbol contra el que chocaron había aguantado el impacto, pero el tronco se había inclinado, amenazando con caer en cualquier momento. Ya no había escarabajos, seguramente espantados por los faros, pero su zumbido característico era un canto ensordecedor en sus oídos.

Volvió a intentar abrir la camioneta desde la puerta del copiloto, sin éxito. Suspiró mientras rodeaba el vehículo para llegar a la puerta del piloto. Tuvo que tirar con fuerza para abrirla, pero finalmente cedió con un rechinido agudo. Se encontró cara a cara con el pajarito, que la esperaba molesto desde el regazo del inconsciente Eddy.

- Hola, dulzura - le sonrió, intentando mantener la compostura para no echarse a llorar.

Era la única adulta responsable - y consciente - a la vista, así que le tocaba a ella el control de daños, aunque estuviera igual de maltrecha que la camioneta y todo lo demás.

- No pude llevarte conmigo porque el bolso no cabe por la ventana - le explicó al pajarito, que no relajó ni un poco la postura erguida-. Tengo que bajar a Eddy para poder bajar el bolso.

Eran los huesos de un adulto, después de todo, ocupaban espacio. El pajarito resopló - ¡resopló, carajo! - y pisoteó el asiento mientras retrocedía. Su enfurruñamiento era adorable.

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