Huír

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Fue un momento crítico y revelador para Mabel, donde descubrió el que podría ser su mayor defecto como jugadora: sus pésimos reflejos. Los universitarios se congelaron por escasos segundos mientras procesaban la situación, pero pronto se recompusieron y, tal como Mabel había temido, escaparon tan rápido que cuando ella finalmente reaccionó, solo pudo ver cómo sus espaldas desaparecían bajo la pendiente. Con cada segundo contando, Mabel no tuvo el tiempo de preguntarse qué hacer, simplemente actuó: se agachó para tomar la mochila por el asa. Oh, gran error. La avaricia era un pecado por una razón, y más pronto que tarde, Mabel se dio cuenta de su equivocación. El mapa estaba diseñado para ser un parque de juegos para un hombre lobo; el peso y la prisa eran factores que se repelían entre sí en ese lugar.

El apuro la hizo torpe, y la avaricia provocó que sobreestimara la fuerza de su cuerpo. Caer era inevitable. El suelo estaba húmedo y la tierra, suelta; pronto, Mabel comprendió con horror que también acompañaría al esqueleto a alimentar escarabajos. Manoteó hasta recuperar el cuchillo de la mochila y mantuvo la filosa hoja en alto, sintiendo escalofríos por todo el cuerpo, una advertencia de que el tiempo se había agotado. Se obligó a guardar silencio y disminuir su sentido de presencia al máximo. No quería pensar en ello para no manifestarlo, pero era más que consciente de que la maldita luz sobre su cabeza la convertía en un faro en la oscuridad. Un maldito conejo puesto en bandeja de plata, no podía ser un objetivo más visible de lo que ya era. Una pequeña parte de ella, la que se aferraba a la vida igual o más que al dinero, esperaba que los ruidosos movimientos y respiraciones de los universitarios que huían capturaran la atención del lobo y lo distrajeran.

El corazón le golpeaba el pecho como un tambor, mientras los músculos de sus hombros se tensaban. Su oído se agudizó y su vista se volvió más clara, captando cada pequeño crujido y cada movimiento entre las sombras. Ser la única idiota que se quedó también la convirtió en única testigo de la perezosa llegada de la bestia. Todo lo demás pasó a segundo plano para Mabel: ya no escuchaba el zumbido de los insectos, ni su corazón que decidió acompañar a su presión arterial al infierno, mucho menos los jadeos lejanos; no, solo podía ver a la enorme criatura emergiendo de entre las sombras. Era endiabladamente alta, con brazos largos y piernas repletas de músculos marcados y venas prominentes. No era ni un animal ni un hombre, sino que permanecía atrapada en un doloroso limbo entre ambos.

La alargada pata aplastó la cabeza de Jane como si fuera una sandía, derramando fluidos extraños a los pies de Mabel. Pálida y temblorosa, observó la piel grisácea y los parches de pelaje que cubrían al monstruo, posicionado sobre ella. ¿Usar el cuchillo como arma? ¡Por favor! La bestia frente a ella lo usaría de mondadientes en cuanto lo viera. Y las profundas huellas que sus poderosos pasos dejaban atrás serían la tumba donde descansaría su codicioso trasero. La cabeza era la parte donde más evidentes eran los estragos de una fusión que nunca debió ocurrir. No había parte buena que ver, todo era malo y la potencial razón de su deceso, desde los colmillos amarillentos que chorreaban saliva, las manos curvas y con garras que se movían espasmódicamente a sus costados o las patas que jugaron con la cabeza de Jane como si fuera un frágil huevo.

Se encogió sobre su costado y rezó – porque nadie es más creyente que aquel que tiene problemas – y esperó un milagro, uno mejor al anterior, pues empezaba a cuestionarse qué tan buena idea había sido aceptar esto. Pasó un segundo, luego dos. Según lo que Mabel sabía de los hombres lobo, se suponía que debían ser criaturas descontroladas por la luna, animales feroces que solo sabían perseguir y matar. Un bocadillo tan bien preparado como ella, no debería haber tenido espacio entre ser vista y devorada, pero no, nada de eso sucedió. La criatura no se comportaba como esperaba – ¡Gracias, Dios, Dioses, Universo! –. No parecía fuera de control ni demente mientras olfateaba el lugar donde habían estado parados antes, es decir, sobre Mabel. Ni siquiera se dignó a mirarla, pese a estar de pie sobre ella con ambas patas aplastando la tierra a sus costados.

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