En su camino, Mabel encontró varias cuevas, grandes y pequeñas, pero no quería saber nada de ellas. De hecho, no pensaba volver a pisar una montaña por el resto del juego. Probó la fuerza de su cuerpo aferrándose a la pared, confiando en que podía dar un paso más cada vez.
Su estrategia para distraerse del dolor se dividía en dos partes. Por un lado, enfocarse en la salida: si fuera la creadora de este juego, ¿En dónde la pondría? Debía ser un lugar accesible para los jugadores; colocarla en las montañas sería demasiado complicado para un juego de novatos. Quizás la salida estaba escondida entre los árboles, donde tarde o temprano alguien terminaría tropezando con ella mientras corría sin rumbo. Por otra lado, su táctica más efectiva consistía en apoyarse en la hermosura de sus acompañantes para olvidar el ardor que recorría su cuerpo. Definitivamente iba a inscribirse en un gimnasio en cuanto saliera de ahí.
El lince demostró una paciencia infinita y una ternura que nadie había tenido con ella en años. Se movía pegado a la roca, deslizándose entre sus piernas con elegancia felina, acariciándola con la cola y ronroneando.
Antes de llegar al nivel del suelo, Mabel presenció otro fenómeno de la montaña: la pared detrás de ella -esa que le golpeaba la espalda cada vez que se detenía a respirar- desapareció de repente. Al sentir el cambio y girarse, descubrió un túnel que se perdía en la oscuridad. Segundos atrás, ninguna de las superficies rocosas por las que había pasado parecían ni de cerca una cueva; apenas podría llamarse un hueco o, incluso, una ondulación a las formas naturales de las piedras. No había razón para que, de repente, se desvaneciera, salvó que intentara tentar a Mabel a entrar en ella. Claro que no. Lo único remotamente cercano a una tentación estaba abajo, a salvo en tierra firme y llana.
La noche había llegado al fin y, con ella, todos los peligros. Después del cambio inesperado, decir que se lanzó de la pared no era exageración: honestamente, no recordaba cómo había llegado al suelo. Solo sabía que tenía que alejarse de esa maldita montaña cuanto antes.
Finalmente, Mabel se desplomó en el suelo. El lince se detuvo junto al bolso, sosteniendo con indiferencia la mirada desconfiada del pajarito.
—Hola —susurró Mabel con el rostro hundido en su brazo.
El lince maulló en respuesta. Ambos animales, con posturas erguidas y orgullosas, la observaron, esperando que se pusiera de pie. El cielo estrellado era tan hermoso como la noche anterior, pero Mabel no sentía el más mínimo entusiasmo al verlo. Otra vez estaba dentro del juego.
—Bien, no hay mejor momento que el ahora, ¿verdad? —les dijo mientras se incorporaba.
Se sacudió la suciedad de la ropa, acomodó a Puro Hueso y cargó ambos equipajes sin soltar una sola queja.
—Gracias por ayudarme a bajar —le dijo al lince, extendiendo tímidamente la mano para que la oliera antes de intentar acariciarlo.
Era un animal salvaje, sí, pero más amable e inteligente que muchas de las personas que Mabel había tenido el disgusto de conocer... empezando por su imbécil exjefe. El lince aceptó la caricia y respondió con un ronroneo.
—Y gracias por ayudarme con el hombre lobo. Fuiste mi ángel salvador.
Juntaron sus cabezas en un gesto cariñoso. El pajarito los observó con cara de "¿me están jodiendo?", pataleando alrededor del bolso y gorjeando con impaciencia.
—He sido recargada de amor. Puedo correr cien kilómetros más y escalar tres montañas —bromeó, sabiendo que no podía hacer nada eso por la forma en que las bolsas que cargaba la hacían caminar inestable. Le tiró un beso al pajarito para incluirlo en los arrumacos.

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Rever Arcade
MaceraMabel quería dinero, una casa propia y felicidad. Aceptó entrar al mundo de juegos de Rever Arcade para buscar al hermano perdido de alguien, con la promesa de volverse ridículamente rica al terminar. Sin embargo, no esperaba acabar siendo dueña de...