El laberinto en el jardín

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— ¿Por qué bajamos, entonces? — jadeó Mabel, lamentando profundamente la decisión.

No era culpa de Ellis que ella ya no pudiera con su vida, la silla prácticamente subía sola. Si tocó un botón oculto o siempre había sido así, Mabel no lo sabía, y con la lucha contra la lluvia y el agua que amenazaba con arrastrarla de vuelta a la cabaña, tampoco le importaba. Su agotamiento venía de su pobre condición física, que no estaba resistiendo el ascenso casi completamente empinado. No había rocas en las que apoyarse, solo un suelo liso que bien podría servir como rampa directa hacia el océano. Más pronto que tarde se encontró aferrada a las empuñaduras de la silla, que la llevaba cuesta arriba en lugar de empujarla ella.

Una barricada en la parte delantera de la silla desviaba la corriente de agua, pero Mabel, demasiado cansada, no se dio cuenta que, aunque estaba batallando, no tenía el agua hasta las pantorrillas como Keith. Al verlos avanzar con relativa comodidad, Keith les dedicó una sonrisa sarcástica. Ellis le devolvió la sonrisa, pero no lo invitó a unirse a Mabel detrás de él.

— Perdón — Ellis se giró para ver a Mabel, gritando por encima de la lluvia —. Pensé que un lugar tan remoto como ese tendría más pistas del arcade.

— No importa — respondió Mabel entre respiraciones.

Ellis entrecerró los ojos para ver mejor a Mabel. La lluvia caía con fuerza, corriendo por su rostro como si fuera un río. Con cada inhalación, Mabel tragaba agua y se atragantaba.

– Te vas ahogar si sigues así – murmuró preocupado.

Pero Mabel no lo escuchaba, concentrada en sobrevivir la subida. De repente, la silla se detuvo, y Mabel se golpeó el estómago contra ella. Un árbol, derribado por el viento, bloqueaba el camino. Keith miró a su alrededor buscando el lugar de donde pudo haber caído.

— No hay ni un maldito árbol cerca — gritó sobre el estruendo de la lluvia cuando se detuvieron a su lado.

Las paredes de hojas que flanqueaban el sendero formaban parte del intrincado laberinto del jardín, el cual Mabel había visto desde la ventana. Nadie, ni con todo el entusiasmo del mundo, querría adentrarse en él, por lo que siempre había sido el plan regresar por el camino llano y curvo por el que habían bajado.

— No está tan alto — gritó Ellis —. ¿Pasamos por encima?

Keith arqueó una ceja, incrédulo.

— ¿Puedes?

Ellis solo mantuvo la sonrisa.

— ¿Puedes subirte, Mabel? — preguntó Ellis en su lugar.

— ¿Subirme...?

Un peldaño apareció entre las ruedas traseras de la silla.

— ¿Es enserio? — Mabel miró incrédula el metal brillante que la esperaba.

— Te traje hasta aquí abajo, ¿no es mi deber llevarte de vuelta arriba? — se rió el chico.

No estaba claro quién estaba más sorprendido: si Keith, que los vio pasar por encima del árbol con una facilidad envidiable gracias a la rampa improvisada de los brazos de la silla, o Mabel, que vio su rostro de asombro mientras lo hacían. Podría haberse reído de él, pero temía que más agua entrara a su boca. Keith saltó con agilidad el tronco, pero, por supuesto, no de una forma tan genial como ellos. Ellis no permitió que Mabel se bajara. Diez metros más adelante, otros dos árboles caídos bloqueaban el camino. Escucharon a Keith reír entre dientes, divertido.

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