Madalina siempre sonreía; esa era la impresión que Gavril tenía de ella. Se llevaban cinco años, y él solo podía observarla de lejos mientras acompañaba a los cazadores en sus rondas. Sus vidas eran muy diferentes entonces, cuando aún había adultos que los cuidaban. La venganza de sangre exigía cazar a la bestia en las noches de luna llena, hasta verla sucumbir bajo sus cuchillos. Pero la ley de los cazadores, las estrictas normas impuestas por sus padres, dividían al grupo para que niños, enfermos y ancianos no quedaran desprotegidos.
Habían tomado una cabaña abandonada cerca del pueblo como base, levantado tiendas a su alrededor, creado almacenes y asignado tareas, intentando asentarse en América de la mejor forma posible. Madalina pronto destacó entre ellos. No fue la primera en aprender el idioma local -las constantes humillaciones de la bestia y la policía les habían dejado una sombra psicológica que aún los estremecía-, pero sí la primera en acercarse, con su sonrisa fácil y agradable, para negociar carne y hierbas a cambio de sal, azúcar y condimentos. Decir que sus vidas cambiaron quedaba corto y pobre. Desde que abandonaron sus tierras en Rumanía, no habían conocido estabilidad hasta esos días.
Quizá por ser tan agradable e inteligente, cuando cumplió diecisiete años, el último grupo de adultos le entregó el liderazgo, dejándola a cargo de un campamento compuesto únicamente por adolescentes. Aunque fueran simples parejas con muchas agallas y dos cuchillos, perder doce grupos al año era un golpe doloroso para sus filas, que se redujeron con rapidez. No eran extraños, sino familia la que se despedía cada mes, con abrazos cálidos y tristeza en los ojos. Madalina fue la única que alzó la voz y señaló que lo inquietante que era la cantidad de gente desaparecida, y que algo estaban haciendo mal. Aunque los cuchillos y las redes lucían bien, no eran precisamente lo más eficaz en un mundo en constante modernización. Según las últimas noticias, del otro lado de las montañas, en el Parque San Lázaro, el licántropo tenía una cabaña sin goteras, una camioneta todoterreno y, para colmo, ¡línea telefónica!
Si ellos eran los buenos y estaban haciendo lo correcto, ¿por qué vivían peor que el demonio que cazaban?
—¿Qué vas a saber? —le dijeron, escupiendo al suelo ante su osadía. —Eres una niña que no ha visto el mundo allá afuera.
Al parecer, Madalina era lo suficientemente mayor para cuidar a otros cinco adolescentes, pero no para "entender" de qué iba la vida. Admiraban su fuerza, pero su boca les incomodaba, siempre con una crítica aguda en la punta de la lengua. A ella no le pesaban las muertes de parientes lejanos, demasiado mayores para haberlos conocido, y que, haciendo cuentas, habían muerto por perseguir a una bestia que había comido un par de cabezas de ganado. Para ella, sonaba más a egos heridos que a un dictamen divino. Se vio obligada a callar, a no volver a cuestionar las creencias, o terminaría castigada en el río, luchando contra la corriente para no ser arrastrada, mientras soportaba hambre, frío y sueño, hasta que comprendiera el sacrificio que los adultos habían hecho por ella.
Ni siquiera cuando era seguida por jóvenes descarriados, como pollitos tras la gallina, buscando la manera de alimentarlos por su cuenta, Madalina perdió la sonrisa. Gavril, en su juventud, se destacaba por ser ingenuo y ambicioso, fácil de impresionar y, por lo tanto, manipulable. Cazaba conejos y aves para presumir, fascinado por cómo Madalina celebraba cada captura como si fuera la caza del año, pero especialmente porque quería que Radu lo notara.
En esos días, Gavril realmente creía que Radu era el guerrero más fuerte entre ellos, quien regresaba de cada casería con un ciervo adulto a cuestas. Soñaba con ser tan hábil y valiente como él, mostrándole cada presa con la esperanza de que ese fuera el día en que Radu le dijera que podía acompañarlo. Pero eso no iba a suceder, no con Madalina insistiendo en asignarle tareas insignificantes, como aprender a leer y escribir con Nadia, sembrar y cosechar con Jenica, o reparar el refugio con Stefan. Solo Madalina y Radu cazaban, y los pocos días en que se le permitían ir, se veía obligado a seguir a Madalina por el bosque, repitiendo en voz alta toda la teoría que el grupo le había enseñado: desde cómo negociar con el pueblo, hasta los escasos consejos sobre caza.

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Rever Arcade
AventuraMabel quería dinero, una casa propia y felicidad. Aceptó entrar al mundo de juegos de Rever Arcade para buscar al hermano perdido de alguien, con la promesa de volverse ridículamente rica al terminar. Sin embargo, no esperaba acabar siendo dueña de...