Materia prima

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Mabel cerró los ojos y se abrazó con fuerza, sosteniendo la linterna contra su pecho. Giró y rodó, y más de una vez estuvo a punto de vomitar por como la espiral la sacudía y lanzaba en el aire. El material del tobogán de la muerte en el que se encontraba era firme, pero más suave que la goma, lo que le permitía deslizarse sin problemas y sin lastimarse al chocar con las paredes en las curvas más pronunciadas. Sin embargo, los anillos blancos y negros creaban un efecto psicodélico que la mareaba, y la volvía incapaz de vigilar el temido final, donde probablemente sería lanzada desde una gran altura otra vez. Apretó su abrazo en un intento de calmar el miedo que crecía en su interior. No le quedaba más que resignarse y esperar, sabiendo de primera mano que acurrucarse en una bolita la convertiría en una bala de cañón, empeorando los rebotes en el tobogán.

No vio cuando la espiral terminó, pero lo sintió por el repentino cambio en el aire, que se refrescó contra su piel. Alcanzó a ver el agua debajo de ella un segundo antes de hundirse. Sintió cómo los músculos de su cuerpo se tensaron y sus nervios se pusieron de punta; luchó desesperadamente por regresar a la superficie, aterrada de ser arrastrada al fondo por una corriente. No obstante, en el lago no existían corrientes ni olas, y Mabel logró subir con facilidad, alcanzando la orilla tras unos cuantos pataleos. No se detuvo hasta salir completamente del agua, atravesar la arena perlada y, finalmente, derrumbarse en la hierba que crecía salvaje por el campo.

Cereza salió, volando alrededor, asegurándose de que todo en su pedacito de dimensión desconocida siguiera tal como lo habían dejado. Mabel se rió a carcajadas al ver toda su basura, fea, inútil y carísima, resplandecer bajo el cielo rosa y azul.

— ¡Sí! — gritó victoriosa, abrazándose a la pila de piedras de colores que podrían ser cuarzos o canicas; no tenía ni idea.

Cereza, recorriendo el claro en círculos para comprobar que todo seguía en orden, escuchó a Mabel gritar de alegría y la vio abrazando y besando los accesorios más cercanos. Se tomó su tiempo para regresar, consciente de que pronto el agotamiento mandaría a Mabel a un sueño profundo. Sin embargo, antes de regresar con ella, notó que un par de sus plumas nuevas se desprendían. Se detuvo en el aire, mirando cómo sus perfectas plumas caían entre los árboles. Su chillido horrorizado resonó por todo el claro.

Al escuchar a Cereza graznar, Mabel tomó lo primero que encontró y corrió alrededor del lago hacía donde lo había visto por última vez.

— ¡¿Cereza?! — gritó, atravesando el campo — ¡¿Cereza?!

No podía ver bien de un ojo, el mismo que Cheryl había golpeado, pero eso no la detuvo en su intento de encontrarlo entre las copas de los árboles. Avanzó unos metros más hasta que los gorjeos histéricos de Cereza la hicieron retroceder, tomando el camino opuesto. El ave de fuego no estaba posado en una rama como había pensado, sino en el suelo, tratando de volver a pegarse las dos plumas que se le habían caído de regreso a su lugar.

— Oh... — Mabel se arrodilló, arrojando la estúpida pandereta que había tomado, para evaluar el daño en el cuerpo de Cereza. Observó muy asustada una sección sin plumas ni pelusa en el centro de su diminuta espalda.

El pajarito había luchado con todas sus fuerzas para escapar de la masa gelatinosa que lo atrapó contra la ventana. Sus plumas eran aún muy nuevas y frágiles, y aunque escapó con éxito, no se dio cuenta de que se había afeitado la espalda y dejado sus plumas un tanto... fuera de lugar.

— Mierda — susurró Mabel, acunándolo entre sus manos. Cereza la miró con sus ojitos negros y acuosos, sosteniendo una pluma en el pico —. Digo, no te preocupes, vamos a arreglarlo.

Su falta de confianza hizo que Cereza soltara un pillido agudo, hundiera sus garras en la piel de Mabel y, con las dos plumas protegidas bajo su estómago, comenzara a picotearle los dedos.

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