Gavril Nistor

27 6 4
                                    

Mabel finalmente salió del agujero, empapada en sudor. Con cuidado, colocó el bolso con Puro Hueso 2 en el suelo de la caverna y se dejó caer a su lado, exhausta. El pajarito, que había pasado todo ese tiempo comiendo, bebiendo y vigilándola con más fervor que un guardia de seguridad, había recuperado fuerzas y trepó alegremente sobre el bolso deportivo, posicionándose encima de él. La bolsa estaba cerrada, y Puro Hueso 2 descansaba de manera segura en su interior.

Después de un breve descanso, Mabel decidió no perder más tiempo y, tomando la linterna, comenzó a rebuscar entre los objetos dispersos en la caverna. Muchas cosas allí parecían absurdas, como juguetes, libros y maquillaje, pero otras, las armas convencionales y no convencionales – cuchillos de cocina, navajas, espadas afiladas, trozos de madera y hachas, entre otros – tenían más sentido, aunque de poco servirían: todo estaba envejecido, desgastado, sin filo o roto. Usar algo de allí era como intentar enfrentar una tormenta con un paraguas. No los juzgaba; si hubiera tenido la oportunidad, también le habría gustado traer consigo una mochila propia con al menos un cambio de ropa y su neceser de viaje. Antes de buscar la salida, trasladó todas sus pertenencias a la pila de abrigos más cercana y se enfrentó a otro dilema moral que amenazaba con dejarla calva: ¿usar o no usar esa ropa que, posiblemente, perteneció a alguien que falló en ese juego? La idea resultaba sumamente desagradable.

Encontrar cuerpos en diferentes etapas de descomposición era muy diferente a usar la ropa que posiblemente llevaban; era algo más personal, más íntimo e irrespetuoso. Sin embargo, la noche era lo suficientemente helada y los vientos castigadores que no quería repetir la experiencia. Su cobija, calentita, se había perdido en batalla, pero siendo sincera, era difícil de llevar e incluso peligrosa si llegaba a engancharse con alguna rama, cosa muy probable con la suerte de Mabel.

No quería pasar un segundo más en esos túneles y, por lo que podía ver, el pajarito tampoco. No podía quitarse de encima la sensación de estar siendo observada, a pesar de que solo estaban ellos dos – vivos – en ese lugar. Se sentía cada vez más nerviosa, y no le gustaba la malicia subyacente en el ambiente. Seguir allí era tentar a su buena suerte, y Mabel prefería pecar de prevenida que de tonta. Cuando saliera de ese juego, iba a necesitar muchos inciensos y un baño de agua hirviendo con mucho jabón para borrar esa desagradable sensación. ¿Cuál era la diferencia entre ponerse esa ropa y cargar con un muerto? Más espeluznante no podía ser. Buscó entre la ropa prendas sin manchas ni desgarros para ponerse sobre la que ya llevaba. Entre todos los abrigos, terminó eligiendo una sudadera gris con capucha – muy parecida a la que llevaba Joey – y una chamarra de mezclilla forrada de borrego por dentro. No solo la mantendrían caliente, también podría colocar al pajarito en uno de los bolsillos frontales de la chamarra, donde estaría seguro, cómodo y con buena vista de todo.

También se hizo con unos pantalones de mezclilla para protegerse del frío y amortiguar posibles rasguños en caso de una caída. No consiguió guantes, pero halló unas vendas que, aunque amarillentas, seguían enrolladas dentro de su envoltorio de plástico, a salvo entre los restos de un botiquín, y las utilizó para cubrir sus manos. Se trenzó el cabello de nuevo para sujetar los mechones sueltos, tratando de no lloriquear por la sensación de su cabello sucio y grasoso. Resignada con su apariencia, reunió algunos abrigos más para llevar al resto de los jugadores. Ninguno estaba preparado para soportar las bajas temperaturas; correr ayudaba a mantener el calor, pero no podían huir toda la noche sin desfallecer de cansancio. No quería pensar en qué les había pasado esa noche, pero al escoger prendas adecuadas, les estaba deseando lo mejor.

Abrió la mochila y sacó el saco de dinero, dejando una barra de oro por cada prenda y objeto que tomó de la caverna, un gesto simbólico hacia sus dueños, con la esperanza de que ningún espíritu chocarrero los siguiera molesto. Como las prendas no cabían en la mochila, Mabel las metió en el conveniente saco sin fondo, esperando que, en momentos de necesidad, a nadie le importara de dónde las había sacado. Lista, se dirigió al punto medio entre los dos túneles restantes, tratando de descifrar cuál era el correcto para salir de ahí.

Rever ArcadeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora