San Lázaro

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Con el camino despejado, desde la ventana podía apreciarse la inmensidad del cielo y el espectacular océano de estrellas brillantes que acompañaban el ascenso de la luna. El denso bosque de pinos, iluminado por la gentil luz, se extendía como una obra de arte. Era una escena digna de recordar, simplemente maravillosa. Mabel pegó el rostro a la ventana, admirando la vista. ¿Por qué nunca había presenciado algo así antes? Por dinero, claro está. Nunca había visitado la playa ni visto la nieve. Su idea de vacaciones consistía en desplomarse sobre el colchón durante la semana de descanso obligatoria por ley. Iba de un trabajo a la universidad y de ahí a su departamento. Si llegaba a pisar un cine, era un gran día para ella. Ahora, al contemplar todo lo que se había perdido, lo más triste era saber que tenía el dinero para permitirse alguna salida, pero el miedo a gastarlo la hacía postergar cualquier pequeña aventura que Bianca le proponía.

Los únicos lugares que visitaba estaban en las páginas de un libro. El único bosque que conocía era el de Von Bargen, donde Cordelia pasaba sus días en su casillo. Era simplemente trágico descubrir que vivía para trabajar en lugar de trabajar para vivir, y que se necesitó tomar decisiones drásticas - la mayoría no completamente suyas - para conocer cosas nuevas. Podría decirse que todo estaba mal en su situación actual, pero, inexplicablemente, esa misma incertidumbre la llenaba de emoción. La rutina rota por primera vez la mantenía en un constante estado de expectativa, y su corazón fantasioso y enamoradizo sostenía cerca la idea de hadas, duendes y fantasmas, de elixires mágicos y la posibilidad de conocer a alguien remotamente cercano al elegante y melancólico conde vampiro. Lumière se inquietó al verla sonreír de oreja a oreja sin ninguna razón aparente. ¿Eran estos los primeros indicios de locura?

Javier no disminuyó ni un ápice la velocidad, sin importar cuántos baches encontrara en el camino de grava. Por el contrario, los obstáculos parecían animarlo a acelerar. A Mabel le ponía ansiosa pensar que, como Javier ya disfrutaba de los privilegios de no tener cuerpo corpóreo, volcar el autobús no significaba nada para él. Con su alocado ritmo no les tomó mucho tiempo llegar al destino deseado. Se detuvieron en un semicírculo al borde del sendero; las luces de los faros atravesaron la fila de árboles, revelando un camino irregular repleto de rocas y maleza. Al ver las subidas y bajadas, Mabel tragó saliva con dificultad y miró sus nuevas botas, queriendo darse palmadas a sí misma para felicitarse por la magnífica idea que había tenido. Estaba lista para enfrentar cualquier cosa con intuición, ambición e inteligencia.

Quizás para asegurarse de que no se arrepintiera o, simplemente, por buenos modales, Lumière tomó el maletín sobre el asiento y esperó de pie en el pasillo, indicandole a Mabel que bajara primero. El estridente chirrido de la puerta al plegarse le puso los pelos de punta. Mabel se detuvo en el último escalón - desesperando a Lumière - mientras reflexionaba que el inicio de muchas películas de terror incluía un sonido como ese: ya fuera el chirrido de la puerta de una mansión embrujada, las tablas sueltas de un suelo de maderas o una caja de aspecto siniestro al abrirse. Todas situaciones donde se hacen cosas que claramente es mejor no hacerlas.

Pero el arrepentimiento no estaba entre sus opciones. Bajó con paso firme y la cabeza en alto, aunque, debido a que las botas eran ligeramente más grandes que su talla, sufrió un pequeño y desafortunado accidente al pisar las piedras sueltas y tropezó. Al perder estabilidad mientras cargaba un pesado saco, inevitablemente terminó cayendo de espaldas, golpeándose contra los escalones. El rostro estresado y desesperado de Lumière se alzó sobre ella.

— Que nos ampare la fortuna... — murmuró, hundiendo los hombros, apesadumbrado. Apretó el mango de su maletín, alternando la mirada entre el cuero marrón y Mabel.

La chica forzó una sonrisa, levantándose y sacudiéndose la ropa torpemente. Al hacerlo, se dio cuenta que llevaba polvo de yeso sobre ella y frunció el ceño. Lumière casi tiene un ataque al verla regresando al autobús, pero ahogó el grito a medio camino al ver que solo estaba buscando su reflejo en el retrovisor. Tanto Javier, con una ruta por completar, como Lumière, con más trabajo por hacer, se vieron obligados a esperar que terminara de arreglarse. Al verla colocar el saco de oro entre sus pies, como si intentara impedir que se lo robaran, supieron que esto iba a tomar tiempo. Y sí, Mabel se negó a entender cualquier razón hasta quedar conforme con su apariencia. La vieron, impotentes, limpiando todo el polvo y suciedad de su ropa y rostro, para luego ajustarse una vez más las cuerdas de las botas y regresar a trenzarse el cabello con ayuda del retrovisor.

Rever ArcadeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora