33. Ser leyenda.

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Cuatro letras escritas por el otro estampadas con tinta imborrable en sus pieles para siempre. Una unión eterna, un recordatorio diario de lo que fueron en esa isla. La demostración de que fue real, por si algún día necesitaban confirmar que no había sido solo un sueño.

Cuatro letras pegadas a las costillas, ladeadas y desordenadas. La letra de Martin entre la quinta y sexta costilla de Juanjo, la de Juanjo en cursiva entre las de Martin. El nombre de la isla formándose con tinta negra en las pieles bronceadas de ambos, que ya no solo llevarían tatuadas las huellas dactilares del otro por todo rincón y pliegue, ahora también llevarían líneas oscuras a aguja y tinta con el patrón de sus caligrafías.

Los tatuajes fueron el broche final y resultado de un día para recordar toda la eternidad. Tanto tiempo como duraría el grabado de la piel, duraría el recuerdo en la mente de ambos. Las huellas de los dedos se irían en algún momento desafortunado, pero la tinta no. La letra de Martin permanecería en el cuerpo de Juanjo incluso cuando su piel ya no fuera tan joven ni tan tersa, y la de Juanjo acompañaría a Martin durante todos los días de su vida, incluso en los que él no estuviera presente físicamente.

Un tatuaje, un recuerdo compartido de dos jóvenes enamorados y desesperados ante la idea de ser olvidados.

Ellos merecían ser recordados, ese día merecía una marca también material en sus vidas para volver cuando lo necesitaran.

Ese día, amanecieron pronto. La luz del sol entraba formando líneas y formas en la habitación de la casa de Crema, haciéndose notar a través de los párpados cerrados. Desnudos bajo una sábana blanca fina que conservaba la calidez de sus cuerpos y guardaba en secreto las caricias de la noche anterior.

Martin se removió hasta refugiarse de la luz en el hueco del cuello y la clavícula de Juanjo, que estaba suave y caliente. Juanjo, aún con los párpados pegados, lo rodeó con el brazo y lo atrajo más hacia sí, suspirando ante el contacto desde primera hora del día de la persona cuyo tacto le enloquecía.

— Buenos días —escuchó a Martin pegado a su oreja, la voz ronca y pesada. Le besó justo debajo.

Desayunaron en la cama, si es que ese colchón podría llamarse así. Martin preparó un cuenco de yogur con fruta congelada, su plato estrella, el favorito de Juanjo. Fresas, frambuesas y arándanos, todo endulzado de más por algún sirope azucarado que se pegaba a la cuchara que compartieron. Una botella de agua fría de la que bebieron a morro y un pañuelo de papel para limpiarse las comisuras de la boca. Con los labios dulces se besaron al acabarse el cuenco, con las lenguas tintadas de rojo de la fruta y frías por el agua helada.

Volvieron a hacer el amor, perdiéndose en el cuerpo del otro de nuevo sin remedio. Esta vez Martin sobre su regazo, sentados contra la pared de la habitación, la misma pared en la que buscó apoyo con las manos durante el sexo para no perder el equilibrio cuando sí perdió la cordura.

Juanjo enloquecido por la imagen de Martin sobre él, una instantánea que se quedaría en su memoria permanentemente para hacerle sufrir cada segundo que pasara en el que no se repitiera.

Cuando las piernas de Martin flaquearon, Juanjo lo sujetó por el muslo y le ayudó a terminar con la mano. Martin recostó la cabeza sobre el hombro desnudo de Juanjo mientras él también se dejaba ir. Y permanecieron así, abrazados con las pieles pegadas del sudor y la saliva de los besos regalados.

— ¿Una ducha? —le preguntó Martin con una sonrisa ladina. Sabía que Juanjo sería incapaz de negarse a nada en ese instante.

— Un baño.

La bañera era ridículamente pequeña para unas piernas tan largas, pero afortunadamente estrecha para tener que apretarse dentro juntos. La llenaron de agua caliente que empezaba a templarse mientras ellos buscaban un bote de champú en el los armarios. El champú de menta de Martin con el que Juanjo se había obsesionado desde que lo conoció.

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