34. Solo Dios sabe.

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— ¿Preparado?

— Ni un poco.

No supieron cómo llegaron allí, ni por qué les pareció una buena idea. Quizás tuvo algo que ver las dos copas de vino que les calentaron el estómago en la cena en aquel restaurante inglés. "Mastermind" y el mesero que les atendió fueron testigos de risas cómplices y miradas destellantes por el ardor del alcohol en el fondo de la garganta. Para el juego de pies por debajo de la mesa no hubo ni un solo testigo a la vista.

Martin llevaba días escuchando a Juanjo canturrear bajo el agua de la ducha a escondidas. Lo llevaba haciendo desde que descubrió que, desde su habitación en la villa, podía hacerlo si pegaba la oreja a la pared y se mantenía muy en silencio. Incluso en las noches en las que no podía dormir pensando en Juanjo, se martirizaba escuchando el sonido de las cuerdas de la guitarra vibrando a través de las paredes, la guitarra que Juanjo solo usaba cuando pensaba que nadie lo oía.

Rasgaba las cuerdas con cuidado, con fragilidad, como si temiera romperlas o que alguien lo escuchara. Martin conseguía dormir, sin sacárselo de la cabeza, encontrando el sueño en acordes desordenados pegados a los dedos de Juanjo brotando desde el cuarto contiguo, acompañados por murmullos de su voz cantada a modo de nana del sueño.

Podría decirse que se obsesionó con escucharlo cantar. Le parecía incluso algo egoísta que Juanjo solo le cantara a través de un muro entre dos camas; el sonido era insuficiente para grabárselo en la memoria y reproducirlo a su antojo, demasiado bueno incluso en esa pequeña dosis como para no compartirlo con él.

Pensaba demasiado en eso. Imaginaba todas las personas que habrían escuchado alguna vez cantar a Juanjo, en tugurios y antros de pueblo, como le aseguró él en alguna ocasión, o en grandes escenarios con multitudes aplastantes, como ya imaginaba Martin. Maldecía no haber podido saber de él mucho antes, de su música y su carrera, incluso no haber sido un asistente más entre miles en alguno de sus conciertos. Le frustraba no pertenecer a esa parte de su vida, por mucho que disfrutara formar parte de la que habían creado en los últimos meses como principal protagonista.

Si algo le causaba curiosidad, era conocer el mundo interior de Juanjo, el que iba más allá de una maraña de pensamientos impulsivos e insistentes, de miradas nerviosas y sentimientos intensos, de pasión y deseo. Martin era artista, así como también Juanjo lo era. Y al fin y al cabo, el arte llama al arte, y Martin quería conocer al Juanjo artista.

El problema era que Juanjo aún no se había reconciliado con esa parte de su vida. En algún momento se había enfadado con ella, castigándola encerrada en un cuarto con llave en su interior, negándole tan siquiera un rayo de luz. La música no era mala, no se había portado mal, pero le había hecho daño.

Quizás no fue la música, sino por la música que su vida se desmoronó.

Todo el contexto que la rodeaba, lo que explotó y le reventó en la cara sin remedio. Seguramente no era la solución; la música no tenía la culpa, pero él tampoco. Y puestos a culpar, la culparía a ella, porque sería demasiado autodestructivo y revelador culparse a sí mismo y a su incapacidad para afrontar los problemas de frente.

En el momento presente no tendría que sentir culpabilidad si la música no hubiera entrado en su vida en algún momento, aunque de igual manera, contradictoriamente, se sentiría culpable para los restos si no hubiera perseguido un sueño intangible que vivía en su interior desde incluso antes de saber soñar.

Aunque Juanjo pensaba que era injusto. Era inmerecido que algo que siempre le había elevado hasta reventar los niveles de serotonina de su organismo, como lo hacía la música, ahora se redujera a un recuerdo o recordatorio amargo, a un tema tabú o un límite inquebrantable.

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