40. Epílogo.

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Ámbar tenía los ojos almendrados, el cabello liso, bañado en trazos dorados difuminados y blanquecinos en las puntas. La piel de porcelana, los hombros huesudos y estrechos, salpicados y manchados con gracia por brotes pecosos y lunares alineados hasta debajo de las orejas. Juanjo, convencido, desafiando las leyes genéticas naturales, juraba que su hija había heredado ese rasgo de Martin.

A pesar de su condición de mellizo, Jade era diferente a su hermana. Era de cabello negro, su piel bronceada, del color del membrillo, y sus ojos más grandes y redondeados, del mismo tono verdoso que los que brillaban en los iris de Juanjo, o así lo consideraba Martin, que era experto y admirador de los ojos de padre e hijo.

Ámbar llevaba un vestido turquesa sobre el bañador aún húmedo que le había calado la tela, correteaba descalza sobre el césped recién cortado que Juanjo había arreglado esa mañana, tratando de alcanzar a Zeus, un labrador que había pasado a formar parte de la familia un par de meses atrás y se había convertido rápidamente en el mejor amigo de los niños y de Pedro.

Juanjo había aprovechado la paz de los últimos destellos de la tarde para descansar con el cuerpo estirado en el columpio de tela que habían conservado a lo largo de los años, con un cuaderno abierto sobre el regazo lleno de letras y estribillos. Estaba a punto de mandar su última composición al estudio, una lenta y sencilla que vería la luz probablemente en un par de meses, medio año después del último tema que lanzó.

Le gustaba la nueva normalidad, el acuerdo al que había llegado con la música, ahora más sano y permisivo, mucho más abierto y sin requerimientos limitantes. Había descubierto que disfrutaba tomarse franjas de tiempo espaciadas de descanso, liberarse de presiones mediáticas y populares que le instaban a consumir su propia música a un ritmo desorbitado, prefería actuar en pequeñas dosis, más pausadas, más satisfactorias y sobre todo, más reales.

Ámbar se abalanzó de un salto sobre su cuerpo flotando en el columpio cuando se cansó de intentar llamar la atención de Zeus, encontró un hueco familiar entre las piernas de Juanjo y recostó la espalda sobre el pecho de su padre, rozándole la nariz con el pelo rubio alborotado de la coronilla. El mes anterior, los mellizos habían cumplido seis años, y a Juanjo le cruzó la cara la nostalgia al recordar que hubo un día en el que el pelo de Ámbar alcanzaba a rozarle tan solo el abdomen sobre el columpio.

—¿Me lees? —le preguntó ella.

Era un tipo de costumbre o ritual que habían establecido a lo largo de los años. Siendo tan solo una niña, Ámbar era su mejor crítica y admiradora. Solía fruncir el ceño con fuerza cuando no entendía las palabrejas que su padre recitaba con la mayor naturalidad, era una niña curiosa y extremadamente inteligente, adicta a aprender cosas nuevas todos los días. A veces, le recordaba a Denna, siempre sorprendiendo con preguntas inesperadas, con palabras que ocupaban más que las dimensiones de su cuerpo aniñado, la voz aguda y las mejillas sonrojadas tratando de ordenar sus propios pensamientos.

Juanjo encontraba gracioso su desconcierto. Ámbar era lista, pero aún inmadura en cuanto a sentimientos intensos. Quizás algún día acabara por encontrarle el sentido a la palabrería incomprensible de Juanjo, cuando se viera reflejada junto a su hermano y su padre en cada uno de los versos apilados en la libreta, todos en los que hablaba del amor.

Le costaba imaginar un presente distinto al que vivía. A veces se perdía en recuerdos del pasado, en las decisiones que lo habían guiado hasta el momento actual, en las malas, y sobre todo, en las buenas.

Recordaba su etapa bajo los focos como momentos fugaces y algo borrosos en el camino. Aún no había podido deshacerse de la huella que había dejado la etapa más oscura de su trayectoria musical, pero estaba acercándose, y algo que sí que había conseguido era reconciliarse con la música.

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