Capítulo 17. La Ceremonia

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Amaneció en Volterra con un frío cielo gris que anunciaba tormenta. Los campos alrededor de la ciudad estaban más verdes por el montón de agua recibida en los últimos días y el viento prometía más este día. Tomé la forma en la que las nubes se apiñaban en el cielo como un buen presagio para lo que me esperaba: El día de hoy me uniría oficialmente a la Guardia Vulturi. Tumbada boca arriba en la cama pensaba en que se sentiría formar parte, oficialmente, del clan más poderoso del mundo. ¿Qué se sentiría ser uno de esos seres a los que todos temen? Nunca me gustaron mucho las reglas, pero ahora no veía escapatoria.

De delincuente a justiciera... murmuró la voz de la sed con sorna. ¡Quién lo diría! Gruñí por lo bajo, dije que no me gustaba seguir las reglas, pero no era ninguna delincuente. Jamás había hecho nada que me colocara delante de un tribunal.

Levanté apenas la cabeza de la cama para mirar el reloj colgado sobre la puerta. Las manecillas marcaban un poco más de medio día. Caí en cuenta de que no sabía nada acerca de la ceremonia, mientras una mezcla de sentimientos de todo tipo me sacudía el estómago con furia, haciéndome levantarme de un salto. Me paré en medio de mi habitación, acariciando la alfombra circular con los dedos de los pies mientras me debatía entre salir y buscar a alguien que me orientara o correr hasta el Ala Norte y preguntar directamente a Aro. Entonces, un golpeteo de nudillos respondió a mis preguntas. Con un par de zancadas abrí la puerta para encontrarme con una muy sonriente Corin.

- Buen día- saludó la vampiresa levantando los brazos alegremente y elevando su voz una octava en un perfecto canturreo.

- Buen día – respondí sin elevar la voz pero con una ancha sonrisa y con un vago gesto le indiqué que entrara.

La vampiresa atravesó la puerta con gracia y se encaminó al diván. Una vez sentada contestó a la preguntaba que yo no había hecho:

- Aro me envía- dijo con una sonrisa mientras cruzaba las largas piernas.- La ceremonia se efectuará en la Sala de Juicios antes del atardecer.

Asentí complacida, y agradecí mentalmente que Aro estuviera enterado de todo, solo por este momento, cabe destacar. El hecho de que todos mis pensamientos quedarán al descubierto con un simple roce no era nada agradable. ¿Dónde quedaba la privacidad? Me alejé del tema, y por tener algo que hacer, me senté en la cama con las piernas estiradas. Corin comenzó a hablar explicando cada detalle de la dichosa ceremonia de ingreso. Me sentí mucho más tranquila al descubrir que me enfrentaba a un protocolo sencillo que no dejaba lugar a extravagancias.

Nuestra charla se volvió amena por un rato y terminé acostada sobre mi estómago, mientras que Corin recostada en el mueble de tapiz azul se había descalzado los zapatos de plataforma y jugaba con su corto cabello. Ambas, lazamos un vistazo al reloj. Faltaba una hora y media escasa para el ocaso y Corin me recordó que debía vestir de negro. Abandoné con pereza la cama para abrir el armario y buscar algo apropiado para esta noche. Corin pronto se unió a mí y mi colección de vestidos en busca del atuendo perfecto: espectacular, pero elegante. Saqué un par de vestidos oscuros que me parecieron apropiados, pero rápidamente me di cuenta de lo exigente que era mi invitada. Corin criticaba sin piedad cada prenda que pasaba por sus manos, hablando en susurros de la textura de la tela, los detalles que contrastaban con los zapatos y un infinidad de cosas que nunca me habían parecido importantes a la hora de vestirme.

Confiaba ciegamente en Corin y seguí cada una de sus exigencias sin protestar, lo que resultaba extraño en mí, pues yo no cedía con tanta facilidad el control. Después de un rato, Corin me apartó de un jalón del armario alegando mi lentitud y mi falta de atención en los requisitos específicos. ¡Y yo que pensaba que estaba haciendo un buen trabajo! Sin embargo, la dejé la vía libre para que rebuscará algo que cumpliera con sus altas expectativas. Sin mucho interés me volví al tocador, me senté en el achaparrado banquillo y me puse a arreglar mi cabello. Mientras pasaba les cerdas del cepillo sobre mi rizos, noté que algo no cuadraba conmigo. Evalué mi reflejo con ojo crítico, aunque parecía la misma: mismo cabello cobrizo y rizado, labios sonrosados bien definidos, piel blanquecina que delataba mi naturaleza y los mismos ojos almendrados color carmín, que en otro momento había tenido una tonalidad azul verdosa, se mostraban distantes y apagados. Una profunda tristeza destilaba de ellos. ¿Sería por la sed? No, estaba segura de que mis ojos estaban tristes por que mi alma lo estaba. Había estado así desde hacía años.

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