Prefacio.

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 Jamás creí en el amor.  Fui convertida demasiado joven, antes siquiera de llegar a experimentar lo que era. Desde mis años humanos la idea del amor se me antojaba algo así como un sueño utópico, una fantasía que no era para mi. No creía que existiera un felices para siempre.

Recuerdo con claridad fragmentos de  mi vida como humana, el como es una historia que contaré más adelante. Pero recuerdo la grandeza, la pobreza, la fragilidad  y el drama. Nací en el año 1684 en medio de una acomodada y aristocrática familia londinense, reconocida y respetada. Mi padre había sido un joven y bien parecido marques, quien recientemente había heredado una propiedad en el campo y mi madre, una mujer de alta cuna pero con gustos sencillos, rogó por pasar una temporada en aquella mansión lejos del ajetreo de la ciudad. Él aceptó, la amaba. Yo tenía alrededor de seis años cuando nos mudamos de Londres al pintoresco poblado de Woodstock en Oxfordshire.

Los recuerdos de mis años de infante en la mansión campestre son borrosos, pero sé que fueron felices. Todo cambió en mi cumpleaños número diez, mi madre estaba encinta. Supongo que no había cosa más feliz para una niña que recibir el obsequio de un hermanito; sin embargo, ese fue el inicio de los problemas. La salud de mi madre comenzó a decaer conforme su vientre crecía. El médico del pueblo la visitaba cada semana sin falta, y ella se ponía cada vez más pálida después de cada visita. En un estado tan preocupante, mi padre creyó conveniente trasladarla a la ciudad donde podría pasar los últimos meses de embarazo en completo reposo. Mi madre se negó, el trayecto podría fatigarla, pero finalmente accedió a partir. Se decidió que mientras mis padre se instalaban en la ciudad yo me quedaría en la mansión, resguardada por mi nana y los criados.

Mis padres se fueron una buena mañana, con el sol brillando en el cielo. En mi memoria deshecha recuerdo aquella imagen del carruaje alejarse y el pañuelo de encaje de mi madre asomándose por la ventana. Pasaron los días sin tener ni una sola noticia de ellos, ni una carta ni un solo mensaje al cabo de quince días, pero yo era paciente. Alrededor de las tres semanas transcurridas, la falta de comunicación era alarmante. Entonces, llegó la noticia más triste con el anciano más feo que jamás había visto en mi corta vida: el marques y la marquesa Blair habían sido asesinados muy cerca de Londres por saqueadores de caminos. Fue en ese momento en que perdí todo cuanto tenía, tan rápido que no pude comprender lo que sucedía hasta que me encontré en el orfanato local, mirando como mi nana se alejaba por el camino. Había perdido a mi familia, mi casa y, prácticamente, mi nombre. Al darse a conocer la noticia de la muerte de mis padres, algunos de los sirvientes se amotinaron e intentaron matarme. Después de todo, yo era solo una niña y nadie parecía dispuesto a informar que yo me había quedado en Woodstock. No sé como logré salir de la mansión en medio del altercado, pero sé que mi nana logró entregarme bajo el nombre de Margaret Burst, hija de una sirvienta de la gran mansión. La noticia de que la familia Blair había sido asesinada corrió como pólvora sobre el pueblo, pero después de pocos meses nadie volvió a acordarse de nosotros.

Pasé mis últimos días de niña y la mayor parte de mi adolescencia encerrada en un orfanato para niñas, preparando y vendiendo mermeladas en el mercado, remendando ropas y haciendo bordados. Esperaba con ansia el día en que alguien se fijara en mí y me sacara de aquel lugar, pero conforme pasaban los años comprendía que nadie jamás podría amar huérfana sin fortuna ni futuro. Entonces, llegó él. Lord Thomas Grevell, el nuevo dueño de la antigua mansión de mi familia. En aquel tiempo, yo tenía dieciséis años y me parecía mucho a mi madre. Había heredado sus cabellos cobrizos, los ojos del color del océano y la piel de marfil. "Hermosa para ser una huérfana",  había dicho Lord Thomas al conocerme en el mercado mientras vendía galletas de mantequilla al carnicero. Antes de entender el cumplido, me ofendí. Detestaba ser pobre, tener que fingir que era algo que no era, ocultar mi pasado y la buena cuna en la que había nacido. Olvidé que tenía modales y no dudé en contestar de manera grosera al atractivo caballero. Sin embargo, después del desafortunado incidente, Lord Thomas se convirtió en un comprador constante de los productos que las chicas del orfanato y yo vendíamos. No había pasado más de tres meses cuando el hombre confesó su interés en mí a la dueña de la casa hogar. Por supuesto, ella aceptó gustosa a entregarme. Era lo mejor que le había pasado nunca: se desharía de mí y tendría una pequeña fortuna. Mi mano fue concedida a cambio de una generosa cantidad de dinero, despensa y otros suplementos. La suerte había sonreído a la chiquilla sin un solo centavo, al menos trataba de convencerme de que así había sido.

Fría EternidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora