Fría Eternidad

Capítulo 32. Estrellas Eternas

Parte I.

Si tuviera que elegir un momento en toda mi existencia para volver a vivirlo, sin duda sería el día en que conocí a Aaron Tyler.

¿Por qué?

Simplemente porque después de aquel encuentro bajo el puente, volví al parque la tarde siguiente. El sol se había puesto y corría desesperada entre las sombras sin saber muy bien que buscaba encontrar. Entonces, me hallé a Aaron sentado, jugando con sus dedos y mirando al suelo cubierto de hojas secas. Solté un suspiro de alivio y me senté a su lado. A partir de ese momento todo lo que yo había sido sufrió un cambio radical.

Antes de darme cuenta, de poder dar marcha atrás... Me había enamorado de Aaron Tyler. Tan inesperadamente, tan demencialmente que prácticamente me provocaba escalofríos. De pronto, me sentía más mortal que condenada; sobre todo, cuando los sentimientos que siempre había rechazado, escondiéndolos bajo la fría consciencia de cazador, salieron reptando hacia la luz, removiendo todo en mi interior. Habían cambiado, retorcido y convertido a su paso las cosas en lo que no eran antes. Todo frente a mí era más brillante, nuevo... extraño. Pero me gustaba. Me gustaba cada pequeña modificación que experimentaba, porqué valía la pena. Por él, valía la pena. Sin importar que continuamente me sintiera tan vulnerable como un niño asustado, tan frágil como una copa de cristal en perfecto balance sobre el borde de una mesa, tan viva que sentía mi corazón dar un salto cada vez que sus dedos presionaban los míos.

Ahora podía pensar sobre ello con toda naturalidad, pero en un principio estaba asustada. Bueno, mejor dicho aterrada. ¿Cómo era posible que yo, un ser inmortal que se negaba a creer en el amor, pudiera amar a alguien tan dulce como lo era Aaron?

Imposible, terrible, catastrófico...pero había pasado.

Primero traté de sofocar lo que sentía, de negarlo. Incluso me desaparecí por unos días, pero con todo eso afirmé que estaba locamente enamorada de él. Aaron podía ver a través de mis murallas de defensa; las bloqueaba y debilitaba hasta que en un punto las hizo caer. El muchacho de los ojos azules tenía mi corazón completo en sus manos y yo... yo no tenía la menor idea sobre sus sentimientos. El sabor de la incertidumbre era amargo.

Sin embargo, después de unas semanas pude comprobar que el humano no era del todo inmune a mis encantos. Salimos muchas veces, de hecho cada vez que se presentaba la oportunidad. Por la mañana, en la tarde e incluso por las noches. Me gustaba pasar tiempo con él, mostrarle mis lugares favoritos en todo Londres, caminar de su brazo por Picadilly Circus y charlar sobre cualquier cosa. Me parecía que Aaron y yo éramos como un par de viejos amigos que se habían reencontrado después de muchos años, pues él me era tan familiar, que cuando me hablaba sobre sí mismo, su familia o su vida en casa, tenía la sensación de que ya lo sabía. De igual forma conseguía sorprenderme y de una u otra manera quedaba fascinada cuando lo escuchaba hablar. No sé si era su adorable acento, sus historias enrevesadas o su vida con tintes dramáticos lo que me interesaba tanto. O tal vez, se trataba del simple hecho de que él era, en todos los sentidos, diferente. Quizá, era que tanto su vida como la mía habían sufrido tantos giros bruscos que me sentía comprendida.

Aaron Tyler a sus veintidós años de edad, se acababa de graduar de una prestigiosa escuela de arte en la ciudad de Chicago con especialidad en Historia del Arte. De ahí que a donde fuera lo acompañaba un cuadernillo y un lápiz. El arte era su vida. Incluso todo él parecía formar parte de ese mundo lleno de color y texturas, al que me había introducido. Aaron era huérfano. Su padre había muerto hacía un par de años atrás de neumonía, mientras que su madre había fallecido cuando Aaron tenía apenas once años. Por esas razones, el muchacho había decidido embarcarse en una aventura al otro lado del océano junto con sus amigos. Aaron buscaba la inspiración, necesitaba encontrarse a sí mismo. Lo curioso: me había encontrado a mí.