Capítulo 13

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La zapatilla de Federico empezó a repiquetear en el suelo de baldosas grises que había en la terminal de Ómnibus de Mendoza. La gente iba y venía a las corridas, algunos llegaban de un viaje largo, y otros lo emprendían. Algunos, a las siete de la mañana, iban a sus respectivos trabajos. Y ahí estaba él, esperando a la única cosa buena que aún seguía existiendo en su vida. Su tío Pedro.

El colectivo que llegaba de Buenos aires terminaba su recorrido a las siete con quince minutos, él había llegado a las seis y media por si llegaba antes.

Por fin, vio un micro de dos pisos entrando a su plaza correspondiente, y lo identificó como el colectivo de su tío. La gente empezó a descender con sus equipajes, pero él no bajaba. Sonrío pensando que tal vez se hubiese quedado dormido y no notó que su viaje estaba llegando a su fin. Negó con la cabeza, Pedro era así. Despistado a más no poder, nadie sabía como había conseguido amasar una fortuna. De hecho, todo el mundo creía que iba a fundir la empresa por no saber llevarla en orden. Pero su concesionaria de autos, seguía en pie después de diez años, y todavía estaba en su época de esplendor. Aunque, no sabía a quién le dejaría todos sus bienes cuando falleciera. Pedro no había tenido niños, ni esposa. De hecho su primera y única novia había muerto en un accidente de tránsito dejándolo destrozado. Después de eso, jamás tuvo ojos para otra chica que no sea su Carolina. Pero siempre mantenía esa picardía y leve coqueteo inocente con las mujeres, ya sean grandes o mayores. El siempre solía decir que a una mujer hay que recordarle lo hermosas que son porque muchas veces se les olvida, como le pasaba a Carolina.

Federico tenía un leve recuerdo de la chica; pelo negro azabache con ondas y unos ojos marrones pícaros, lo abrazaba siempre que podía hasta sacarle el aire. También recordaba haber querido que fuera su mamá, porque era muy dulce y cariñosa. No como su madre, que jamás le extendió una mano para acariciarle la mejilla.

Federico notó que todos los pasajeros habían descendido, incluyendo el chófer que bajaba a tomar un breve descanso. Y su tío no estaba. Sacó el teléfono y lo llamó.

- Pedro, ¿Dónde estás?

- ¡Federico! Muy bien, hijo. Esperándote. Como te dije.

- ¿Cómo que esperándome? Si yo te estoy esperando, y no estás por ningún lado. ¿Cambiaste de colectivo o de empresa de transporte?

- ¿Qué decís, pibe? ¿Tu viejo no te avisó? Te estoy esperando en la cafetería que está de camino a tu casa.

Federico suspiró. Claro que Gustavo no le había dicho nada.

- Okey, está bien. De seguro se le olvidó avisarme. ¿Qué cafetería?

- La que está de camino... - Empezó a repetir Pedro con cansancio.

- Sí, eso ya lo sé, flaco. Me refiero al nombre del negocio.

- Ah, creo que algo de raíces de campo o algo así.

El restaurante donde trabajaba Lucía. Varios sentimientos mezclados pasaron por el pecho de Fede y las ignoró.

- Lo conozco. Una amiga trabaja ahí.

- Ah, picarón. ¿La chica de la que me hablaste el otro día?

- Sí, esa.

- Creo que la he visto. Pero también creo que se fue. Y creo que también mantuve una conversación con ella.

Las alarmas en la cabeza de Federico empezaron a sonar.

- Ay no, Pedro. ¿Qué le dijiste? No te la habrás mandado por que te mato.

- Flaco, bajá un cambio. Metiste sexta a fondo. Pará. Pará, un poco. No le dije nada.

- Bien, así me gusta. Ya voy yendo para allá. Espérame.

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