Capítulo 35

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- Muy bien, señora. Vamos a darle el alta dentro de aproximadamente 24 horas, luego de analizar si su cuerpo se encuentra en buen estado como para volver a la normalidad.

- Como diga, Doctor. – Pronunció aburrida.

- Le recomiendo un permanente período de abstinencia con respecto al alcohol. O de lo contrario... - Analia levantó la cabeza y lo miró fijamente.

- De lo contrario, ¿Qué?

- Puede que no viva para contarlo. – Dijo de forma seca y observándola con ojo crítico. Su estado era deplorable. Su peso estaba muy por debajo de lo normal. Su hígado sin duda alguna había visto épocas mejores, y la cantidad de alcohol ingerida durante los casi 20 últimos años estaba causando estragos en su sistema nervioso. Su cuerpo no resistiría volver al mismo ritmo de antes.

- Tal vez no desee vivir para contarlo, Doctor. – La sonrisa irónica que se formó en el rostro curtido de la mujer le dio la pauta de que aquel estado no era un mero capricho de personas ricas. Seguramente había una fuerte y difícil crisis en su vida que la empujó a ese vicio. Se acomodó la bata incómodo.

Los diez años ejerciendo como doctor le habían enseñado que es inútil intentar salvar a una persona que no desea ser rescatada.

- No es mi problema lo que usted decida hacer con su vida. Pero le recomiendo que lo intente. Supongo que tendrá familia, hijos... - Señaló el anillo de casada. – Lamentablemente, no puedo hacer nada si usted no coopera.

- No tengo familia. Esto... - Se sacó el anillo. – Es una farsa. – Lo miró a contra luz y vio los grabados dentro de él. Suspiró cansada. – Las palabras y un anillo no garantizan nada.

- Lo sé, señora. La vida no es cuento de rosa para nadie, se lo aseguro. Pero eso no amerita que bajemos los brazos. La animo a que intente un poco más. Solo un poco más. Quizás esta vez, todo funcione. – Una risa burlona llenó la habitación.

- ¿Tiene una mínima idea de todas las veces que he pensado en eso, Doctor? Solo para encontrar la misma respuesta de siempre; la vida no es para mí. Prefiero ser comida para los gusanos eternamente.

- ¿Tiene hijos? – Preguntó el doctor con una mueca.

- Lo tengo, sí. – Asintió con la mirada perdida. - Pero el no quiere serlo. – La amargura y la depresión se colaban en su tono de voz, y en cada uno de sus gestos sin filtro. – Y lo peor es que yo lo provoqué. No me puedo quejar de nada.

- Podría intentar arreglar la situación. – Ofreció el médico esperanzado.

- ¿Arreglarla? No, no lo creo. – Dijo agotada. – Es mejor que me aleje de su vida y deje de causarle dolores de cabeza.

La puerta se abrió con un chirrido que decía claramente que las bisagras necesitaban aceite con urgencia. El Doctor Ramiréz observó con interés quién entraba. Una chica de menos de veinte años entró con paso seguro, les dedicó un asentimiento y una casi imperceptible sonrisa.

- Buenas tardes. Soy el Doctor Ramiréz. – Le tendió la mano y la chica se la aceptó con firmeza. - ¿Podría robarle unos minutos de su visita para indicarle el tratamiento que debe seguir la paciente cuando vuelva a la rutina?

- Claro, por supuesto. Pero no soy familiar directa. ¿Importa?

- No, no hay ningún problema siempre y cuándo pueda comunicárselos a la persona que va a cuidar de ella. – Lucía se mordió la lengua y asintió. Le dedicó una sonrisa a su suegra y caminó obedientemente detrás del doctor.

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