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Jamás había visto a mi padre perder los estribos.

No hasta esa fría mañana, cuando nos levantamos de nuestras camas y notamos lo que no habíamos notado antes: Nuestros recursos estaban al borde del colapso.

La reservas de comida que teníamos en el sótano (habíamos estado trabajando en eso durante mucho tiempo) se habían dañado. Carnes, frutas, aderezos. Solo nos quedaban una que otra lata de atún, duraznos, y algunas carnes que yo no pensaba ingerir.

Mi padre se llevó las manos a la cabeza y balbució unas cuantas palabras. No logré captarlas a la primera. Pero, un minuto después, mamá lo reprendió por haber dicho malas palabras delante de mí. Allí lo entendí. Entendí que papá estaba de los nervios. Y, como él lo estaba, yo empecé a estarlo.

-¿Qué vamos a hacer ahora? –Pregunté.

-Lo único que podemos hacer: Ir a la tienda. No nos queda de otra.

Entonces, mamá se lo quedó mirando, no como lo había estado haciendo desde el inicio, esta vez era una mirada diferente, como queriéndole decir "¿Te has vuelto loco?"

-Beatrice, tú sabes perfectamente que no podemos quedarnos atrás –empezó papá-. Tenemos dos opciones, y me temo que la segunda opción no termina bien.

Mi mente se puso a trabajar, pensando en nuestras opciones. Papá no las dijo, pero lo dije yo.

-Podemos ir a la tienda y reabastecernos, o, quedarnos aquí, utilizar lo poco que tenemos, y ponernos en riesgo a morir de hambre.

Papá me miró, asintiendo. No le devolví la miraba.

-Kim tiene razón, Beatrice. Esa son nuestras opciones.

Mamá se llevó la mano a la frente y su flequillo quedó entre sus dedos, convirtió su mano en un puño. Cerró los ojos y luego sopló todo el aire de sus pulmones.

Quería salir. No quería salir.

Después de un rato de estarlo discutiendo, mamá decidió quedarse. Entonces, papá confesó que necesitaría ayuda con las comprar. Y, como cosa obvia, yo era la única en la lista.

Nos colocamos unas mascarillas de papel y salimos a la calle para meternos al auto lo antes posible. En el umbral de la puerta de la casa, se encontraba mamá; se despedía con la mano y una sonrisa en el rostro.

-¿Lista? –Preguntó papá.

-Lista.

Estuvimos en silencio durante todo el camino. Yo miraba las calles, las cuales estaban hechas un desastre. Los basureros reventados y toda la basura regada en la calle, los cristales de las tientas hecho añicos en el suelo baldío, gente con mascarillas peleando, gritando, perdiendo la esperanza y tirándose en las aceras.

-No los mires mucho –me ordenó.

Tuve que luchar con mi fuerza de voluntad para no volverlo a hacer. De vez en cuando, los miraba de reojo, o por el retrovisor. Es solo que, no sé, se me hacía interesante mirarlos, pero doloroso. Es como ver a un león en cautiverio, la imagen te fascina por un lado, pero te lastima por el otro.

Papá aparcó el auto en la parte trasera de la tienda. Me obligó a colocarme la mascarilla y luego, ambos, bajamos el auto. No sin antes decirme que no le hablara a nadie, que no me acercada a nadie, que no tocara a nadie, y bueno, en pocas palabras, me dijo que no me alejara de él.

Dentro de la tienda, los estantes estaban vacíos. Las personas corrían por aquí y por allá. Tomaban lo poco que quedaba y corrían a las calles.

¿Qué? ¿Acaso todo se había vuelto gratis?

-Iré por el cereal, tú quédate aquí. Recuerda, Kim...

-"No hables con nadie". Lo tengo.

Entonces papá desapareció por uno de los pasillos y yo me quedé con los brazos cruzados. Estaba haciendo mucho frío esa tarde. Cielo gris, una brisa ligera que removía la basura tirada, y el Sol escondido detrás de los árboles (que también se movían por el viento).

No recuerdo con exactitud el tiempo que había transcurrido. No sé cuánto tiempo estuve allí en ese lugar. ¿Diez minutos? ¿Quince minutos?

Y, de pronto, apareció Ariadna al final de la calle. No sé que fue lo que hice primero, si abrazarla en cuanto estuvo cerca o preguntarle cómo estaba. Sea cual sea el orden de la situación, la emoción interior que había sentido, no se comparaba con nada.

El saber que ella estaba bien me emocionaba mucho. Me hacía subir las expectativas de la realidad.

-¿Qué haces aquí? –Preguntó.

-Compras. –Fue mi respuesta- ¿Qué haces tú?

-Estaba volviendo a casa. Largo día.

-¿Cómo están tus padres?

No tuve respuesta, simplemente, metió los primeros cinco centímetros de sus dedos dentro de los bolsillos de los Jeans que llevaba. Lo capté al segundo.

-¿Tu padre o tu madre?

-Papá. Justo está en el hospital. No me dejan verlo. Ya sabes.

-Raro que no te hayan puesto en cuarentena.

-Lo hicieron.

Luego seguimos hablando sobre el Virus.

El día casi acababa. El Sol estaba muriendo en el horizonte. Veinte minutos que papá había entrado a la tienda y no había salido.

"Quédate aquí", me dijo. Y una mierda. Era obvio lo que tenía que hacer, así que lo hice. Entré a la tienda, que estaba casi a oscuras (al parecer habían quebrado hasta las bombillas, o, tal vez, se las habían robado). No había más que silencio.

-¿Papá? –Le llamé.

No tuve respuestas.

Volví a intentarlo, pero ahogué el grito cuando lo miré, tirado en el piso, bocabajo; con sangre saliendo de sus labios.

[...] 

¡No puedo creer que la historia ya esté sobre los 4k+! 

Simplemente no puedo crees que hayan seguido cuando, en realidad, he sido tan bipolar con esta historia. No sé cómo agradecerles tanto. 

He aquí un regalo de cinco capítulos. Ya les subiré los próximos. 






Fiebre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora