Papá se puso de pié y se plantó frente el hombre del arma para empujarlo. El tipo ni siquiera se movió, era tan conciso como una pared de concreto. Pero él no se quedó con eso, sino que, levantó la mano y le lanzó un puñetazo a papá que lo dejó en el suelo del camión.
Era allí donde yo entraba en acción y hacía algo para calmar la situación, o empeorarla, pero no lo hice. Sólo que acerqué a papá para mirarle la herida en el puente de la nariz.
—¡No pueden...! —Empezó el hombre, en voz alta. Relajó los hombros y también su voz, antes de seguir—. No pueden cambiar mis reglas.
Cuando la situación de calmó un poco, y nos relajamos; y luego de cargar los camiones que esos hombres habían traído consigo, nos pusimos en movimiento. Vi partes de la ciudad que no había visto en años. Todo estaba hecho un desastre, y más de uno de los edificios estaban encendidos en llamas, expulsando humo negro por sus ventanas, como si los monstruos cobraran vida y estuvieran listos para atacar.
En la esquina del vagón, cerca de la cabina del conductor, echada con los pies estirados y la cara llena de pánico, estaba una señora. Sus enormes ojos miraban a todos como si no la fuéramos a comer. Ella fue la primera en hablar.
—No puedo ser la única que tenga un mal presentimiento de esto —su voz era bastante graciosa, como si todo lo que dijera saliera de su nariz en vez de su boca—. Tengo miedo.
—También yo. —Comentó un hombre a su lado. Éste tenía porte de soldado, soldado asustado.
Miré por sobre mis hombros, directo a la calle detrás de nosotros. Habían muchos más autos siguiéndonos. ¿Adónde iban a llevarnos? Nada tenía sentido, ni para mí ni para nadie más.
La noche no tardó en llegar.
El camino se había hecho tan largo que, ya ni siquiera podía recordar todo lo que habíamos hecho para llegar a cierto punto de la carretera.
Las primeras estrellas decoraron el cielo. La luna se posó el lo alto, como la reina del cielo nocturno. El bosque oscureció, se podía escuchar el viento silbando entre las ramas desnudas de los árboles. El frío nos envolvió, y yo recogí las rodillas hasta mi pecho para abrazarlas. Eso fue suficiente.
El sueño llegó un rato después.
Cuando cerraba mis ojos, el sonido inquietante del arma en las manos de mi madre me traía de vuelta. ¿Qué estaba pasándome? ¿Por qué no podía simplemente descansar? Si no dormía, aunque sólo fueran unas pocas horas, sentía que terminaría perdiendo la cabeza. Los ojos me ardían. La cabeza me dolía a horrores, y el vaivén del auto sobre la ahuecada carretera no ayudaba lo suficiente, sino que lo empeoraba todo un noventa porciento más.
Fue entonces cuando un hombre, en la oscuridad de la noche, empezó a contar una historia. Fue así, de repente, como si alguien lo hubiera pedido. Tal vez una voz dentro de él le habló respecto a que tenía que hacerlo o terminaría perdiendo la razón.
Cuando soltó las primeras palabras, me volví para verlo. Sus labios temblaban por el frío, al igual que sus manos.
—Catorce años atrás, cuando nació mi hijo, perdí a mi esposa —comenzó, y yo supe que la cosa no acabaría bastante bien para los corazones débiles—. No lo vi venir, nadie lo vio venir, así como el Virus. Además, creo que si lo hubiera visto acercarse, no había nada que yo pudiera hacer, así que me rendí. Dejé que ella fuera feliz, porque yo sería feliz al saber que ella estaría en un buen lugar. Eso es el cielo, ¿no? Un buen lugar.
Yo asentí, quería creer que lo era, porque, tal vez, era allí donde estaba mi madre.
—Nunca le dije a mi hijo que su madre había muerto, nunca lo hice por miedo. Una tarde, luego de que él llegara del colegio, era pequeño, estaba cursando el segundo grado de la primera; bueno, cuando él llegó, me dijo que sus compañeros, incluso las que eran chicas, tenían una mujer en su vida. Me había olvidado tanto del asunto que ni siquiera entendía lo que me estaba diciendo mi hijo. Le pregunté que a qué se refería, y él, muy pequeño y con sus ojos brillantes, me dijo que ellas se hacían llamar Mamás. Caí en cuenta, y mi corazón se lanzó por un precipicio al darme cuenta de qué tan mal padre había sido. No le comenté nunca acerca de su madre. Mi hijo sabía qué era la muerte, pero no sabía qué era una madre. Y entonces, me preguntó que dónde estaba la suya, o sea, su madre, y yo le respondí que ella estaba en su corazón, y el me respondió que si yo sabía la fórmula para sacar a su madre del corazón y traerla de vuelva al mundo físico. Cuando mi hijo cumplió los trece años, se enteró de que su madre había muerto. No fue ni por mí ni por cualquier otra cosa, él mismo lo supo, no sabía cómo lo supo, pero lo supo. Acababa de cumplir los catorce cuando llegó el Virus, él fue uno de los primeros en morir. Nunca olvidaré ese día. Se tendió en el suelo, apoyando su cabeza en la palma de mi mano, yo estaba junto a él, arrodillado. Él no dijo nada, no se movió, simplemente se quedó allí, mirándome a mí a través de la cortina de sangre que le llenaba los ojos. Y sentí que su pecho se detuvo: había dejado de respirar. No había muerto, sólo estaba tomando el último soplo de energía para decirme esto "Tú piensas que fuiste un mal padre. Nunca fue así, porque mírame, estoy aquí. Nunca me soltaste", "Mírate, estás muriendo", le dije yo, y él me respondió, "Me estás soltando ahora, sólo para que mamá vuelva a sujetarme", y esa fueron sus últimas palabras.
Nadie aplaudió, nadie dijo ni hizo absolutamente nada. Todos (incluyéndome) estábamos petrificados por la historia.
Una mujer a su lado lo abrazó, luego otra, y yo no hice nada más que mirarlo. Hasta que, en muchas horas, pude dormir un poco, y soñar en que volvía a los brazos de mi madre.