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No sé qué pensaba en ese momento mientras seguía la luz. Mis pies avanzaban y mi mente me pedía que me detuviera. Era una batalla dentro de mí. Una batalla donde yo no tenía elección. La cosa es que, al final de todo, seguí mi camino.

Nunca pude verle el rostro, pero, por la manera de su caminar, y la forma de sus hombros y su corte de cabello, me llevaron a darme cuenta que era un chico. Le calculé un metro con ochenta, lo que quiere decir, que me llevaba mínimo unos quince centímetros más. Odio ser baja.

Mientras caminada, pensaba en la conversación que había tenido con mi padre momentos antes. "Escucha, hija, no quiero perderte...", pensármelo me impulsaba a volver, pero hice caso omiso a todo eso.

A veces pienso que ya me terminé de perder a mí por completo. He llegado al punto donde no logro reconocerme. Y, como no me he visto mi reflejo por un largo tiempo, incluso me he olvidado de mi cara. No puedo admirar la melena de cabello que tengo, y su manera en que cae por mis hombros. Me he estado olvidando de las cosas que pensé que jamás olvidaría.

Pasaron diez minutos, y aún seguía mi camino. Estaba segura que si Chico-hombros-cuadrados se volvía, me vería siguiéndolo. Le rogué a Dios porque no fuera así, y, al parecer, Dios logró escucharme, porque en los veinte minutos que lo seguí, jamás se percató de que lo estaba siguiendo. No, no quiero llamarlo "seguimiento", eso suena a acoso, y podré estarme perdiéndome a mí misma, pero volverme acosadora, nunca.

Desde lo lejos, lo miré entrar por una puerta que ni siquiera hubiera imaginado que estaba allí. Una puerta en la oscuridad. ¡Grandioso!

La puerta se cerró detrás de él, y yo esperé, paciente, muy paciente.

Dos minutos después, que admitiré que se sintió una eternidad, me acerqué con cuidado y giré el pomo. El sonido de las bisagras de la puerta casi me delatan, pero la cosa es que ya no había nadie que me escuchara.

La puerta se cerró detrás de mí, produciendo el mismo escándalo que antes.

Dentro de la habitación, donde la única luz existente era la que se filtraba por debajo de la puerta, olía a ratas muertas. El olor casi me desestabiliza, pero vamos, llevo diez semanas oliendo excremento humano. Ese hedor de rata muerta era como oler el paraíso.

Y luego pienso, "Si debajo de la puerta hay luz, quiere decir que detrás de esa puerta hay aire natural". Pensé otras cosas, las cuales ya no recuerdo ahora. Pero, lo próximo que hice fue sacar una mascarilla de papel que tenía en la mochila y colocármela. "Ya está", pensé, y salí.

La habitación era grande. Allí estaban las taquillas que venden los tiques de viaje, las baldosas manchadas de sangre, igual que los cristales que conectan en interior con el exterior; el gran arco por donde salen las ríeles del tren. Todo estaba allí, todo como se supone que debía estar luego de una alerta roja que sacudió al mundo. Pero, ¿dónde estaba él? No había rastros.

Ajusté mi mochila a mi cuerpo, creo que fue causa del frío provocado por los nervios. Había salido de la estación Cuatro muchas veces, siempre al mismo sitio, pero nunca afuera, jamás afuera.

Quería salir, pero a la vez no. ¡Dios! Estaba con los nervios de punta. La pequeña chica de la estación Cuatro, con su mochila ajustada, y sus piernas tiritando, su respiración acelerada, al igual que su pulso; sus ojos contemplando todo a su alrededor. Era una decisión del momento, y no, no iba a hacerlo.

Me di la vuelta, ya no necesitaba eso, y pum, me di directo con su pecho.

—¿Qué haces aquí?

Fiebre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora