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A la mañana siguiente de que el infestado número setecientos cuarenta mil falleciera, cerraron los colegios y lo pararon todo.

Allí empezó el caos mayor.

Los del televisor nos pidieron que nos quedáramos en casa. Que evitáramos en contactos con los demás. Que usáramos mascarillas. No nos automedicáramos con antibióticos. La lista sigue.

En casa, justo en esas horas donde se suponía que debía de haber estado estudiando, no hacía nada. Papá no me dejaba salir mucho de la habitación. Según él, no era seguro. Así que me recostaba en la cama, les enviaba textos a mis amigos, y miraba uno que otro programa en el televisor. Casi siempre eran películas.

No podía acostumbrarme a eso tan fácilmente. Cuando eres una persona activa, estar en calma te mortifica. Eso creo que lo heredé de mi madre. Ella es así.

En las noches son sentábamos los tres a mirar las noticias. Salía el presidente hablando, dándonos sus palabras de aliento. Pero, mis programas favoritos eran donde entrevistaban a los doctores y, casi siempre, los dejaban como unos iditas.

"¡Ja! ¡Allí está tu título!"

-Hay rumores de que en los laboratorios de Estados Unidos están creando una cura para la enfermedad. ¿Es eso cierto?

-Sí, estamos buscando la cura, pero no la hemos encontrado.

-Por otro lado, se dice que sí la tienen, pero que no la quieren repartir.

Entonces el doctor se tornaba de un color rojo. No sabía si era de nerviosismo o porque lo habían capturado.

-No estoy enterado del tema. –Respondió uno.

Luego, al finalizar el programa, cenábamos y dormíamos. Así era el día. Papá en su estudio, mamá en su habitación, y yo, en la mía.

No era gran cosa.

Se suponía que debía de disfrutarlo, pero no era así.

Medicamentos. Cama. Almuerzo. Cama. Un texto. Mirar el techo. Programa. Cama. Cena. Cama. Y el círculo se repitió muchas veces. Me estaba volviendo loca.

A la mañana siguiente de que se cumplieran exactamente tres semanas del paro, y del toque de queda, tomé mi teléfono celular y noté que no había señal. No tardé el alterarme. Bajé las escaleras para preguntar a mamá o a papá. Estaban en el sofá, mirando al televisor, atentos.

-No hay señal. –Dije, no pude calmarme para decirlo.

-Tampoco hay televisor. Nos cortaron todo.

Mi corazón dio un vuelco. ¿Qué se supone que íbamos a hacer? ¿Cómo fueron capaces de hacernos tal cosa?

Los días empezaron a tornarse más largos, y las noches, mucho más largas aún. Había tanto silencio que me agobiaba. La ciudad estaba muerta. No había algo a lo que aferrarse para estar en tranquilidad, pero no la tranquilidad de la nada, sino a la tranquilidad de la vida. La vida antes de que nos hicieran todo lo que nos hicieron. Ya sabes a lo que me estoy refiriendo, incluso en las noches escuchas algo, ya sea el susurro de ventilador, un auto a lo lejos, una persona riendo. Eso era la vida.

No solía usar mi celular para nada. Prácticamente no era nada. No podía ver el televisor tampoco, no había señal.

Las señales aprendieron a cómo controlar al mundo, y sin ellas no somos nadas. Sin ellas, caminamos a la prehistoria.

Mamá me llevaba más aspirinas, junto con un baso de agua. Papá me colocaba la mascarilla cuando yo quería salir al patio de la casa a tomar aire fresco (que no era tan fresco). No hablaba casi con papá ni mamá.

Perdíamos la humanidad tan rápido que me resultó estúpido. 

Fiebre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora