Capítulo Treinta.

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MARCOS.

A la mañana siguiente, cuando el aire ya no es denso y la neblina sanadora se disipa, las puertas se abren y todo el mundo vuelve a sonreír.

Ha sido una larga noche. Sé que pocos han podido dormir; yo no lo he hecho, por ejemplo. Me pasé la madrugada mirando por la ventanilla, directo hacia la oscuridad de la noche, donde se esconden mis recuerdos. En cada rincón parecía ver el rostro de mi madre, tan fresco como una llovizna. Su sonrisa, sus ojos vivos.

Según han empezado a cavar la fosa común. Está justo detrás de Metrópolis, según Ben. Es una zanja de doce metros de largo, y nueve de ancho, que pronto se convertirá en una piscina de fuego para que naden los muertos.

¡Maravilloso!

Me lo ha comentado en el almuerzo. Estaba en la mesa de al lado, me miró solo —porque papá estaba aún en cama— y se acercó. El principio estábamos en silencio, y creo que eso lo molestó, ya que me lanzó una mirada de "¿En serio no dirás nada?", y luego otra de "Bien, yo lo hago", antes de decir:

—Amigo, están construyendo una fosa para los muertos.

—¿Qué muertos?

Confieso que preguntarlo fue digno de cachetada. Me sentí estúpido. Pero él no se lo tomó a mal, sino que me respondió como si de verdad yo no estuviera enterado del asunto que ocurrió delante de nuestras narices.

—Oh, hombre, ya sabes. Los que...

—Ya sé cuales. —Lo interrumpí.

Se llevó una cucharada de avena caliente a la boca y arrugó un poco el entrecejo.

—Esta comida cada día pierde más el sabor.

Reí, no puede evitarlo.

En la siguiente cucharada que me di, noté que tenía razón. Era como comer algo rancio. No era más que un chicle grumoso. Claro estaba que sólo era comida recalentada.

No es que me haya vuelto un experto en la cocina, ni tampoco que, de un día a otro, haya desarrollado un paladar sofisticado. Pero no me gustó, igual.

Cuando termino mi plato, es tiempo de la práctica de tiro.

El cielo azul, recortado por el muro de concreto. Las nubes blancas esparcidas. La tierra seca bajo mis pies. El sol, brillando a tan intensidad que ciega mis ojos.

He mejorado mucho desde la última práctica. La bala ha aprendido a dar donde quiero que de. Fire y Zelda aplauden cuando la cabeza humana se rompe en fragmentos a más de doce metros de donde estoy. Se acerca a mí, coloca una mano en mi hombro. Su piel queda, ¿o son mis nervios? Me mira a los ojos, y yo aparto la mirada por miedo a que mis piernas me fallen y terminar tendido en el piso como una alfombra.

—Soldado, eso estuvo bien —hace una pausa, me regala una sonrisa con aire a ser una sonrisa sin ganas, y luego añade—. Bastante bien.

Me quedo luego de la práctica para recoger mis cosas. En cuanto alzo la mirada, la veo entrenar a ella. Es decidida, con sus piernas firmes. Miro ahora sus manos y me pregunto dónde está el arma. No tiene una en sus manos, no tiene una cerca. Lleva su mano rápidamente al cinturón y levanta un cuchillo.

¡El cinturón de cuchillos¡ ¡Allí está!

La hoja de metal se entierra cinco centímetro en el pecho del maniquí. El segundo viaja por el aire, para luego aterrizar justo al lado del primero.

«Hola, amigo filoso», pienso que le dice el primer cuchillo a su amigo filoso.

Tal vez no se ha dado cuenta de que la estoy mirando. Con cada golpe, cierra sus puños y sonríe victorioso, como lo hago yo al acertar un disparo. Cuando se gira por fin, me mira, y la sonrisa en su rostro se desaparece. Con ella, parece más joven aún, y mucho menos letal y molesta con el mundo por las circunstancias. Su hermana se acerca a ella, y le da un abrazo. Fire le besa la frente a Zelda y le toma las mejillas. Estoy muy lejos como para escuchar las palabras que le dice. Supongo que le dice que le de un momento, que necesita decirme algo, porque la pequeña se va corriendo hacia la cerca de alambre y se pierde al cruzar detrás del módulo del comedor.

Fire se acerca a mí y se planta en mi campo visual. No tal cerca, pero sí lo suficiente como para yo escucharla preguntar:

—¿Por qué no te has ido antes?

Buena pregunta, en serio que la es. Tendré que dar una buena respuesta.

En su lugar, levanto mi bolso para que observe la razón por la que me he quedado.

—Mis cosas. —Suelto.

—Bien.

No dice mucho y se marcha a paso lento. Pasándose el filo de un cuchillo por sus uñas, para remover la suciedad.

Cuando salgo del campo de práctica, Tysen se me acerca rápido. Sus ojos lucen asustados, como si le hubieran dicho que van a asesinarlo.

Cuando está de mí, coloca una mano en mi hombro y toma un poco de aire.

¿Qué es lo que ocurre?

—Es la Doctora Ross, quiere verte en la reunión de esta noche.

¿Qué ha dicho? ¿Por qué estaría yo interesado con algo que diga ella, o esa gente? ¿Por qué siquiera quiere verme, como si yo tuviera algo que ver con la mierda que los rodea?

—Dile que no me interesa. Que no estaré allí.

Me quito su mano de mi hombro. Pequeño bastardo mensajero del demonio. Me aparto de su paso, o la aparto a él del mío, como sea. El punto es que dejo mi camino libre para seguir.

—Vas a asistir. —Dice, y no permito que sean las últimas palabras.

—Voy a encontrarme con Kim, con permiso.

Carretera. Pasillos. Escaleras. Más escaleras. Un juego infinito de puertas, hasta que encuentro la suya.

Está sentada con su mejilla apoyada en su mano, mirando a su padre, al otro lado del cristal.

Un paso más.

Mala idea.

Un dolor se expande en mi pecho, como si hubiera recibido un martillazo en mis pulmones, los cuales se vacían de aire.

Caigo el piso, y todo se vuelve oscuro ahora.

Hay una luz, y soy el centro del universo que no existe.

La gravedad se desaparece, y mi cuerpo se eleva a metros por sobre la superficie del suelo.

Soy pequeño, como una hormiga sobre una hoja de papel blanco.

Hay una luz, y soy el centro del universo que no existe.

Una voz me dice que no tenga miedo, y le creo.

No hay miedo, no hay alteraciones en mi cuerpo.

Nado sobre la luz, al igual que he nadado en el mundo, al borde de perderme. Una mano aprieta la mía, y otra más toca mi cuerpo desnudo. Trato te liberarme. Un frío me arropa, y no puedo hablar, no puedo moverme. Es como la parálisis del sueño, no muy distinto a una tortura perpetua.

Siento miedo, entonces.

No siento nada, ahora.

Y la luz empieza a hacerse pequeña, y la gravedad empieza a formarme a mí alrededor. Y yo caigo, caigo, caigo, caigo. No hay nada que me sostenga.

Mi cuerpo muere. Mi alma surge. 

Fiebre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora