No recuerdo qué fue lo que pasó primero ni lo que pasó después. El caso es que me encontraba tirado en el suelo con las manos sobre mi cabeza, protegiéndola de algún escombro del techo.
La segunda explosión fue la que me lanzó al piso, no la primera, ahora lo tengo claro.
A la tercera, ya estaba junto a mi padre, quien se giró rápido a mí, y colocando sus manos en mi pecho, me empujó fuerte para que yo quedara con la espalda apoyada en la esquina de la Estación.
El cemento del techo había empezado a agrietarse, y caía en pedazos de diferentes tamaños. Era como si el cielo cediera, dando paso a una tormenta mortal.
Digo mortal porque alguien murió justo delante de mis ojos. Era un hombre al que había visto varias veces volver de las calles con comida para nuestra Estación. El techo sobre él se cayó, quitándole la vida. Mi camiseta se llenó de sangre al instante. Incluso tenía sangre en mi cara, su sangre.
Con la cuarta explosión, me tapé los oídos, a la espera de ahogar cualquier sonido. No funcionó. Los gritos y las bombas sobrepasaban todo.
Cuando sentí el polvo caer desde arriba y posarme en mi nariz y cabello, supe que tenía que quitarme de allí lo antes posible, ya que el concreto sobre mi cabeza hacía empezado a agrietarse. Cuando lo vi, pensé en las líneas de los ríos sobre los mapas que nos mandaban a estudiar en el colegio.
Y escuché cuando el techo cayó y se hizo trizas en el suelo.
No sabía qué más hacer. No iba ni a huir ni a dejar a mi padre. Después de todo, él era el único que me quedaba. Así que bajé y me quedé parado en las vías del tren, otros más hicieron lo mismo. Se había vuelto el lugar más seguro hasta entonces.
Recordé un día en la escuela. Estábamos a media hora de terminar el primer periodo, y las alarmas empezaron a sonar. No eran las alarmas de entrada de clases ni las de salidas. Éstas eran mucho más agudas. Entonces, apareció la voz del director por los altavoces de los salones, diciendo que sólo se trataba de una simulación.
—¿Simulación de qué? —Preguntó Verónica Halk, al final de la clase.
—Simulación de terremoto. —Le contestó a señorita May, la profesora.
Y todos nos apresuramos a escondernos debajo de nuestras mesas. Algunos gritaban, y yo pensaba en: Vamos, chicos, acaban de escuchar que es una simulación, no tienes porqué gritar. Y siguieron haciéndolo.
No se siente muy distinto al momento en la Estación Cinco. Las personas corriendo por sus vidas, los gritos que se pierden en la inmensidad de las penumbras. Y el pequeño joven, que tenía una camiseta negra con una calavera en medio, vio la puerta (que la habían hecho con partes distintas de láminas de metal y tablas) volar en pedazos. Primero entró el humo, luego, la luz del sol. Todos, por instinto, se taparon las narices. Para ellos, el aire era la gota que colmó el vaso.
Y una silueta humana se paró al borde de la puerta. Su cuerpo recortaba el panorama que tenía detrás. Y yo dije, para mis adentro, adiós gente, fue un gusto conocerlos a todos, cuando vi el rifle que tenía en sus manos.
Me hago la escena algo así. Él se colocó allí, miró a la oscuridad. Montones de ojos mirándolo. Rostros asustados. Unos cuantos cadáveres en el piso. Y luego, así de la nada, él levantó su arma en alto, y alguien gritó más allá de mi padre.
Era obvio lo que iba a ocurrir después: Él levantaría el cañón del arma hacia nosotros y prendería fuego limpio con nosotros. Sin embargo, no fue lo que ocurrió, sino que caminó hasta nosotros y en voz ronca dijo:
—Los hemos encontrados.
Bien, sí, lo había hecho, literalmente. Habíamos estado ocultos como ratas detrás de paredes. Por supuesto que nos encontró.
Y el líder del la Cinco caminó hasta aproximarse al tipo del arma. Eso se llama tener coraje, pensé.
Ellos lo hablaron durante un momento, luego, el líder del Cinco se volvió hacia nosotros, dijo que nos llevarían a un refugio. No cualquier refugio, sino uno donde había tantas personas que podríamos repoblar una ciudad entera.
La idea me agradó de una. No lo pensamos dos veces. Habíamos estado esperando oír algo como eso desde que llegó el Virus.
Confiamos en el hombre, porque era claro que él ya había confiado en nosotros, sino, no nos habría querido llevar, ¿o no?
Cuando salimos, y la luz del sol nos bañó, miré hacia las demás salidas de las vías del tren. Cada una estaba a más de medio kilometro, pero vi que había más gente saliendo, y eso me agradó incluso más de lo que ya lo había hecho.
Ellos (porque eran varios) tenían autos. No, autos no, camiones, donde nos montaron y nos dijeron que esperáramos. Mi padre les dijo que qué pasaría con los del Siete, y él le entregó la respuesta, no con su voz, sino con un gesto: Una sonrisa de lado, mientras levantaba su mano y colocaba su dedo pulgar sobre un botón rojo unido a una caja de metal.
A más de tres kilómetros de donde estábamos, se escuchó el estallido, y, detrás de algunos edificios, se levantó la nube de humo negro.
Los mataron, a todos.
