Capítulo Veintisiete.

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KIM

Papá está del otro lado del cristal. Debajo de las mantas, parece un poco más delgado. Tiene los ojos abiertos, pero no me mira, no mira hacia ningún lado que no sea la luz blanca de desprende la bombilla que tiene sobre su cabeza.

En la habitación donde lo tienen no hay más que una camilla, sin meter los aparatos a donde lo han conectado. Un cable va desde una bolsa de líquido amarillento hasta su antebrazo, no muy arriba de su muñeca. Otro cable, parecido al primero, pero sólo que con un poco más de grosor, va desde una máquina y destella una luz verde, hasta su nariz, donde tiene una mascarilla que se llena de vapor cuando él respira.

También hay un espejo que, si miras del otro lado, puedes ver hacia en interior. Es desde donde lo he visto estos últimos tres días que lo han tenido en cuarentena.

—Pensé que a los infestados los sacaban de aquí. —Dice Marcos a mi lado.

Le lanzo una mirada con un poco de rabia. ¿Cómo siquiera piensa en decir algo así?

Resulta que las bromas siempre suenan mejor cuando se trata de alguien que no está en nuestro entorno.

«Con que es así que se siente».

Marcos decide no hacer otra cosa que seguir sentado a mi lado, mirando a través del vidrio.

Él ha estado aquí conmigo desde que a papá lo trasladaron a cuarentena. Apenas sale. Y, cuando lo hace, es por comida o dar una rápida visita al baño.

Desde esta mañana lo he notado algo raro, como si quisiera decirme algo, o contarme algo que nunca logra salir de su boca. Se muerde los labios. Se muerde las uñas. Tararea una canción, pero nunca lo dice.

—No puedes seguir aquí sin comer.

No me siento de ánimos para comer. Mamá me trajo un tazón de caldo de ternera la primera noche, y con tan sólo olerlo, se me revolvió el estómago.

—No quiero comer, por ahora.

Se levanta y lo escucho marcharse. Cuando la puerta se cierra, bajo la cara para cubrirla con mis manos. Una lágrima se me escapa. Y de pronto, me encuentro sollozando, transformada en un mar de lágrimas porque las cosas parecen empeorar más. Papá me dijo que era un nuevo comienzo. ¿Qué significó un nuevo comienzo cuando me lo dijo? ¿Llegar, ponerle fe al lugar, y luego esperar a que el asusto se pusiera mejor? El asunto nunca se mejora: desde que el primer humano murió a causa de la peste, fue como un grito de condena a nosotros, los indefensos humanos que creían que ya habían tenido suficiente. Nunca es suficiente cuando se trata de dolor. Nunca es suficiente cuando se trata de la inminente destrucción lenta de nuestros corazones.

Vuelvo a estar molesta, ¿por qué es esta vez? Porque papá está enfermo. Bueno, no es culpa de nadie. Tampoco es que alguien pudiera hacer algo para ayudarlo, y ahora que ocurre, hacen su trabajo lo mejor que pueden. No es culpa de nadie, me repito varias veces hasta creérmelo yo misma, porque resulta que las peores mentiras son aquellas que nos decimos a nosotros mismos. Estoy molesta. ¿Dejaré de estarlo algún día?

La puerta vuelve a abrirse. Limpio rápidamente mis mejillas y me giro en el asiento para mirar a mamá. Cuando me ve a los ojos, su rostro pierde el brillo, como si mis ojos cristalizados le hubieran robado parte de su alma. Para un padre, ver llorar a su hijo debe cumplir con los requisitos para perder fuerza.

Tiene un tazón en sus manos, cuando percata que lo he estado viendo, niego con la cabeza.

—Kim, amor, tienes que comer algo. No puedes seguir sin comer —hace una larga pausa, se sienta en la silla de al lado, donde ha estado sentado Marcos anteriormente, coloca el tazón en su regazo y suspira antes de soltar—. A papá le gustaría que comieras.

Fiebre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora