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MARCOS

No me tiré al suelo, no hacía falta.

En lo más profundo de mis pensamientos, el pequeño niño que miraba a su madre desde la taza girante, estalló en mil fragmentos. Él ya no existía, no porque se esfumó, sino porque yo mismo lo maté.

No esperé dolor tras el disparo. No me dolería nada, salvo una parte de mi corazón. La parte que se había llenado de falsas esperanzas de que ella sobreviviría. Esa parte también estalló, no en fragmentos, sino en pedazos grandes, que sabía que se volverían a unir tarde o temprano.

El disparo no desgarró mi anatomía. El disparo desgarró parte de mi alma. Ese sonido era el fin de la espera de lo esperado. Lo supe porque así sería incluso si el tiempo se alargara. Así se aplica en toda la vida cuando uno sabe lo que ocurrirá, es eso lo que hacemos: Seguir dos caminos, el primero se llena de esperanzas, el segundo, sabe que eso ocurrirá, que no hay manera de cambiarlo. Y la realidad es que tenemos un pié en cada camino. Nos dividimos, y luego, llegado el momento de la verdad, se rompe nuestra esperanza, y se rompe nuestro ser.

Así que me quedé en pié. No me moví, no cerré los ojos, no respiré; contuve el aire en mis pulmones hasta que mi vista se nubló. Fue allí cuando empezaba a conectarme al mundo de mí alrededor. No del todo.

El mundo se partió en pedazos. El mundo bajo mis pies se agrietó, pero yo no caí, me sostuve de una rama tan fina como una aguja. No podía desmoronarme, no con ella tan cerca de mí.

Y fue cuando entré en razón. Esta vez, por completo.

Estaba tirada en el piso, sus piernas cerca de su pecho y su cabello llenándose de tierra y restos de hojas. Me acerqué a ella, le di una mano y la levanté. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Le pasé mi pulgar por los parpados y limpié sus lágrimas incluso antes de que bajaran por sus mejillas.

No dijimos nada por un rato, ella me miraba y miraba al vacío. Sus ojos se perdían con facilidad. Hasta que fue ella la que habló.

—Lo siento.

Yo negué con la cabeza. No era su culpa, tampoco era mía. Nadie tenía la culpa, nadie. Ni siquiera el creador del Virus, él no sabía nada.

—No, Kim, no es tu culpa. No lo sientas. —Yo negaba con la cabeza, necesitaba que de verdad lo entendiera.

Bajó su rostro, yo la dejé allí mientras recogía la bolsa. No había notado el momento en que se escapó de mis manos. Volví a acercarme a ella, y coloqué las tiras de la bolsa en los dedos de su mano vacía. Ella sólo me miró confundida.

—Son tuyas ahora. No puedes culparme por quererte regalar un presente.

Ella lo aceptó sin más, y no dijo ni hizo nada.

Yo no quería ver hacia la tienda, no lo necesitaba, sabía lo que había allí adentro. De modo que empecé mi camino de vuelta a la estación. Caminaba por delante de Kim, escuchaba sus cortos pasos detrás de mí. Era el único sonido que se escuchaba a kilómetros. Cada paso sonaba como una explosión. Cuando por fin llegamos, le dejé en la Estación Cuatro, su estación, y yo seguí a la mía, la Cinco. En la oscuridad que hay en las vías, me detuve. No había nada que ver ni nada que escuchar, pero había mucho que sentir. Y fue cuando toda la fuerza dentro de mí salió en forma de lágrimas. Mordí mis labios, no iba a emitir sonido alguno. No iba a perder la guerra. Me había preparado mucho para ese momento. Y comprendí que hay una gran diferencia entre imaginarlo y vivirlo.

Llegar a la Estación Cinco no fue tarea fácil. Pasé por un largo periodo de recuperación. Me sentaba al borde de las vías, miraba hacia la oscuridad infinita. Me levantaba. Retrocedía y avanzaba. Ni siquiera tenía motivos para hacerlo, pero lo hacía. Cuando llegué, todos me miraron como si estuviera cubierto de luces. El primero en notarme fue mi padre, se acercó a mí, me tomó de las mejillas y me miró a los ojos. Supongo que notó mis ojos rojos, ya que preguntó.

—¿Qué ocurre? ¿Dónde estuviste? —Preguntó.

—Por ahí. —Decido responderle la segunda, la primera ni de broma.

Le dije que tenía ganas de dormir, que no quería hacer nada en lo que quedaba de día. Me fui a mi pedazo de colcha y me lancé allí, sin más.

Cuando la última lámpara se apagó, yo no cerré mis ojos. No podía hacerlo. El sonido del disparo se reproducía constantemente en mi mente. Era un círculo: Cierro mis ojos, suena el disparo, y me despierto alterado.

Así que no dormí.

Rodaba de un lado a otro, me sentaba. El calor estaba acabando conmigo. Me volvía a acostar. Quería encender una linterna y tener bastante que mirar, aunque ya me sabía todo de memoria.

Sabía lo que iba a ver: Todos tirados en el piso, durmiendo. Tal vez hubiera visto el reflejo de unos ojos capturando la luz de mi linterna. No podía ser el único despierto. Pero no encendí nada.

El tiempo se hizo infinito. Se alargó incluso más de lo que lo suele hacer. En anterioridad, una noche sin pegar los ojos parecía una eternidad; ahora, resultó parecer un par de infinidades juntas.

La primera linterna alumbró el lugar y cerré los ojos con fuerza.

Papá me preguntó que cómo me sentía, le dije que mejor que el día anterior, y, de cierto modo, era verdad. La larga noche de reflexión me llenó de la fuerza que necesitaba. Me solté del débil cordón, me dejé caer, y luego me encontré con una rama mucho más fuerte que la primera.

Empecé mi día con una mala sensación en el estomago. No era dolor, ni siquiera tenía dolor. Era una sensación de que algo malo pasaría, y entonces supe que las cosas no tardarían en ponerse peor. No era la primera vez que me ocurría, ya me había pasado infinidades de veces. Cuando me entregarían las notas del cole, cuando iba a tener una fuerte discusión con mis amigos, o con alguna novia.

Vale, tampoco me enorgullezco de las novias que he tenido. Casi siempre terminaban mis relaciones porque ellas decían que nunca me tomaba nada en serio. No es así, siempre me tomaba las relaciones en serio, incluso cuando eran ellas las que no me tomaban en serio a mí. Pero, el fin es que nunca resultaba.

Continuando con la mala sensación. Sí, allí estaba. Era como un hueco en el estomago, no un hueco por hambre ni mucho menos el hueco que dejó mi madre. Era algo más que eso. Sólo era cuestión de esperar.

Esa mañana ayudé en la cocina. No soy bueno, pero ayudé, y quedó bastante bien lo que preparé, porque lo devoraron todo. Bueno, aunque con hambre, todo sabe bueno.

Sólo me quedaba servir dos platos más y mi labor terminaría.

Y entonces, en una décima de segundo, toda sensación de mi cuerpo desapareció.

Ya no había ningún hueco. Ya no había dolor por cualquier pérdida en el mundo.

La cuchara de servir se escapó de mis manos e hizo un fuerte sonido el impactar con el suelo.

Las diminutas partículas de polvo pasaron por delante de mis ojos.

La espera de lo inesperado ya había comenzado. 

Fiebre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora