KIM
La habitación es fría, al igual que sus ojos.
Está acostado, con la sábana cubriéndole hasta su pecho desnudo. También está conectado a las máquinas que pitan a su lado. Una de ellas desprende un brillo verde. La luz es fluorescente. Cuando vuelvo a mirarle los ojos, éstos me miran a mí. Es cuando me regala una sonrisa. Yo se la respondo.
Busca mi mano y me aprieta los dedos lentamente, sin dejar de observarme.
Es de esos momentos donde crees que debes hablar, pero no lo haces porque quieres quedarte callado o, simplemente, esperar a que la otra persona diga algo.
Ninguno de los dos lo hace por un rato. Él y yo, y el silencio que se extiende en la faz de la Tierra. El susurro del viento en la ventanilla, la tenue luz que se filtra a través del cristal, derrotada por la luz de la bombilla; el cantar de la máquina a su lado, y el sonido del gotero bajo la bolsa de suero. Sin embargo, es como si el mundo se hubiera silenciado para apreciarlos. Y es cuando me pregunto, ¿qué es lo que pasa?
—Sólo quieres escuchar que estás bien. —Me dice.
Niego con la cabeza y no puedo evitar sonreír. ¿Cómo es capaz de decir algo así cuando es él el que está en la camilla?
—Estoy bien, y quiero que tú lo estés.
Me sonríe y luego abre los ojos como si se acabara de acordar de algo. Siento sus dedos aferrarse con más fuerza a los míos.
—¿Cómo sigue tu padre?
—No me dejan verlo. Aún sigue en cuarentena. No tengo ni idea de lo que ocurre.
Su sonrisa se borra. Es como si supiera algo que yo no, pero eso es absurdo, ¿no?
—La Dra. Ross ha estado diciéndome cosas que no logro captar. No la entiendo, un día me dice algo y al segundo me dice otra cosa.
—¿Qué te ha dicho?
—¿Recuerdas que nos han dicho que todo era para confundirnos? —Asiento—. En realidad, todo es cierto.
Es justo lo que pensaba, pero no se lo digo. En su lugar, pongo mi mejor cara de impresión: abro los ojos y un poco los labios. Tengo la sensación de que ha una impresión sarcástica con aire de «Lo sabía, pero ¡vaya!».
—¿Qué más te han dicho? —Cuando lanzo la pregunta, cierro la boca con rapidez. Es esta las razones por la que me han dicho que me seguía Tysen: por no dejar la información en paz.
Él, sin embargo, ha decidido contarme sin más.
Cuando habla, trata de usar sus manos, pero luego pone un gesto de dolor y las baja sin pensarlo dos veces. Es una pena verle así. También hay algo en su voz, es como si tuviera cuidado con lo que dice. Sí, es justo lo que pasa: hay una parte que quiere saltarse. Es como cualquier otra historia, con puntos muertos.
Lo noto entusiasmado, asustado.
Cuando por fin deja de contarme la historia suelta mis dedos, y, aún teniéndolo cerca, es como si Marcos huyera kilómetros y kilómetros de distancia. Está aquí, está en otro lado. Su mano nos conectaba. Ahora, ni siquiera me mira.
—¿Qué pasa? —Le pregunto después de un minuto.
—No pasa nada.
Y sé que pasa algo.
—Es el símbolo, ¿verdad?
Vuelve a mirarme y asiente lento, como si tuviera temor.