MARCOS
Cuando era pequeño, mi padre me decía que nunca había que temerle a la muerte.
La muerte es sólo el comienzo. La muerte es un empujoncito a la vida. La muerte es el fin de todo aquello que alguna vez te hizo mal. Y esas palabras jamás habían tenido tanto significado como ahora, que comiendo a correr en la oscuridad hacia el final del callejón.
Tysen va por delante de mí. Puedo escuchar el repiqueo de sus zapatos contra el suelo.
Empieza a dolerme el pecho nuevamente, aunque trato de evadir el dolor evitando pensar en ello. Condiciono mi mente para no sentir nada. No es imposible. Nada lo es.
—No podemos arriesgarnos por la puerta de entrada. Hay varios hombres allí. —Dice Tysen. Su respiración apenas le deja hablar.
—Fire y yo salimos por una ventana que da hacia un pasillo. No había nadie allí cuando salimos. Podría funcionar. Tenemos armas, así podemos llegar a la recepción y luego llegar a las escaleras.
—¿Qué tan seguro es?
—Le doy un seis.
El seis no es un mal número, pero tampoco es uno bueno.
—Hagámoslo. —Dice, y se lanza hacia el borde del fin.
Yo lo sigo de inmediato, sin separarme mucho de él. El juego es que yo lo cubro y él me cubre.
Mientras él entra, yo levanto el arma y observo mi alrededor. Todo está despejado. Hay un cielo encapotado que promete lluvia y un aire tan fuerte que hace mis pasos inestables.
Cuando caigo en cuenta, ya Tysen ha entrado y ha empezado a moverse. No se supone que haga eso. Tengo entendido que él me cubriera, pero no lo hace.
Hago lo posible para entrar lo más rápido que puedo. Caigo del otro lado del marco de la ventana y me incorporo lo más rápido que mi cuerpo me permite. Avanzo detrás de él, echando la mirada cada dos segundo por sobre mis hombros, directo a la ventana que ha quedado en el fondo.
Él se pega a la pared y yo hago exactamente lo mismo.
—Estate quieto —comenta—. Hay un par de hombres afuera.
Es imposible tomar el pasillo que lleva a las escaleras sin antes pasar cerca de la puerta de entrada. Estamos desprotegidos. Sólo funcionaría si él hiciera las cosas como se supone que debería hacerlas: él me cubre y yo lo cubro. Pero actúa como si fuesen sólo palabrerías.
—Pasas primero, luego lo hago yo. Levantas el arma y, quien se percate de que estás por aquí, dispara.
—¿Tú qué harás? —Le pregunto.
—Lo mismo que tú. Salvarme el pellejo.
Es imposible hablar con él, y no pienso discutir. Lo golpearía fuerte, en serio lo golpearía.
—¿Qué estás esperando? —Me lanza casi enseguida.
«Sí, Marcos, ¿qué estás esperando?», me pregunto.
Me pongo en marchar.
Tengo que pasar cerca del mesón de recepción, muy pegado a él: mientras más al fondo, mejor. Y eso es lo que hago. Sin quitar la mirada hacia afuera, doy un paso, luego otro, y otro, y empiezo a correr para que llegar al otro lado se me haga más rápido. Pero no soy tan rápido. Un hombre debió verme, pero yo a él no, claro, porque la pared detrás de mí estalla y me cubro la cabeza.