MARCOS.
Va a cumplirse una semana desde nuestra llegada.
En el día apenas veo a papá, porque ahora es voluntario para ayudar a los chicos con el entrenamiento y rutinas de ejercicios. Me anotaría en su clase, pero, por alguna razón, desde que estoy aquí, hacer alguna actividad física no es lo mío. Creo que, de tener que inscribirme en algo, sin lugar a duda, sería en las clases de disparos. Cada tarde me asomo en la ventana de mi habitación y los observo. Lucen tan pequeños desde su punto de encuentro, detrás de la valla.
Parecen ser muy precisos en lo que hacen. Se entrenan con odio. Pero están equivocados al hacerlo: el odio no se combate con el odio, sino con una fuerza mayor que las personas aquí parecen no poseer: el amor.
La primera semana no ha sido gran cosa. La mayor parte del tiempo ha sido lo mismo: quedarme en la habitación, ir al comedor, acompañar sólo un par de veces a papá a sus clases, y el ciclo se repite. Jamás me había sentido tan tranquilo, tomando en cuenta las circunstancias. Es como si el terror se maquillara, quedando oculto tras la espesa nieva que me ciega a medida que avanzo.
Sé con transparente precisión que esta semana será mucho mejor. No conozco muy bien el lugar, no me he familiarizado con nadie, buen en realidad sólo con un par de chicos que están dos puertas más allá de la mía, pero he hecho planes.
Tengo pensado, como lo he dicho antes, ponerme al día con el entrenamiento de tiro al blanco. Quiero tener un horario que estalle con sólo cosas que me gustan hacer.
Ben me dijo que es mejor así.
A Ben lo conocí el miércoles. Ya era tarde, yo volvía a la habitación luego de la cena. Él estaba apoyado en el marco de la puerta, hablando con una chica bastante guapa. No tenía pensado hablarle, nunca se me ha dado bien eso de dar el primer paso en muchos de los aspectos de la vida. Aunque, una vez pasado el primer paso, no me calla nadie.
—¡Hey! —Dijo.
Al principio pensé que voltear a ver si alguien venía detrás de mí. Pero, en cuanto lo vi a los ojos, noté que me miraba a mí.
Me acerqué y él me tendió la mano, yo se la estreché.
—Verás, con Samanta —se refería a la chica que estaba con él en ese momento. Su cabello era oscuro, al igual que sus ojos—, estamos a cargo del Plan de Entrenamiento de esta semana. —La miró a los ojos, que parecieron brillar a tal intensidad que, iluminaría la noche más oscura del planeta.
—¿Cuánto llevan aquí? —Pregunté sin ganas.
—Casi dos meses. —Dijo Samanta, su voz era suave, aunque decidida.
—Mucho tiempo. —Soné algo sorprendido, y mi mente comenzó a trabajar, recordando dónde estaba yo hace dos meses.
—Lo suficiente. —Comentó Ben, esta vez, muy sonriente.
Nos sumergimos en un pesado silencio. Estaba esperando a que dijeran algo, luego entendí que, en realidad, era mi turno de decir algo. Así que fui directo al grano.
—No lo sé. Es decir, sería genial, pero, no lo sé ahora.
Asintió con rapidez, levantando sus cejar hasta que éstas casi chocan con su cabello.
—No te preocupes, está todo bien.
La madrugada del día siguiente, en proceso de no poder dormir, me encontré nuevamente con Kim. Ella estaba en uno de los bancos de acero inoxidable que están en la Sala Central. Miraba hacia la noche. Me acerqué con cuidado, y por una décima de segundo, noté preocupación en sus ojos.
—¿Está todo bien?
No me respondió a la primera, así que me quedé en silencio, buscando con la mirada el punto donde se enfocaban sus pequeños ojos cafés. Le di tiempo para pensárselo mejor. Siempre se necesita el tiempo.
—Está todo bien.
No me lo creí, pero tampoco iba insistirle.
También a mí me pasa eso de querer estar solo y pensarme mejor las cosas que me traen frustrado. Pero no la dejé sola, sino que coloqué mi tobillo en mi rodilla, y apoyé mis manos en las piernas. Ella apenas me miraba, pero yo sí la miraba a ella. Su cabeza gacha, su cabello cubriéndole las mejillas y la cara.
—Algo me tiene un poco preocupada. —Dijo de repente.
—¿Qué pasa?
—El otro día fui a dar un paseo. Necesitaba hacer algo nuevo, quería mezclarme más con estas personas y no sólo permanecer en mi habitación. Estaba cansada de que las cosas fueran mal.
Las palabras le salían decrépitas, muy lentas y con apenas energía. Era como si hablar le costara.
—Kim, ¿estás bien? Sólo dime qué ocurre.
Le pasé una de mis manos por su suave cabello.
—Cuando volvía, me equivoqué de habitación. Escuché que no somos los únicos en todos los kilómetros al cuadrado. Hay más.
—¿Qué tiene eso de malo? Me parece genial, me llena de emoción saber que somos muchos más de lo que pensamos. ¿No lo hablamos una vez en la Estación? ¿Eso de creer que éramos los únicos?
—No es como crees que es. Escuché que ellos quieren algo que tenemos nosotros. Lo quieren con tanta desesperación que serían capaces de matarnos.
Lo dijo en susurro, y las palabras me golpearon el pecho. Mi piel se erizó. Me había preocupado lo suficiente ya.
—¿Quién dijo eso?
—¿Recuerdas al hombre que nos trajo aquí? ¿Dean? Él hablaba con la señora que nos dio la bienvenida la primera noche en la cena, Diana.
—¿Cómo escuchaste todo eso?
—Ya te he dicho que me equivocado. Estuve en el lugar y el momento equivocado.
Hice una pausa para procesar la información. Cuando creí haberlo entendido, le dije:
—¿Qué ha pasado luego?
—Una señora me encontró escuchando, entonces los que estaba detrás de la puerta salieron y me vieron allí. Por suerte uno de ellos me ha protegido, y...
—¿Protegido? —Le solté antes de que siguiera.
—Me dijo que todo sería peor si Diana y su gente pensaba que yo era una infiltrada. Ahora está en todos lados, observándome. Está bien que lo haga, incluso yo lo haría si me diera cuenta que alguien podría dañar todo lo que he construido a base de sudor.
Asentí, más para mí que para ella. Estaba entendiendo mejor la situación. Cada pieza empezaba a encajar a medida que ella hablaba.
La noté preocupada cuando me terminó de contar la historia. La atraje hacia mí, coloqué su cabeza en mi pecho y le dije que todo estaría bien.
—Estoy aquí. —Le dije.
Ahora me doy cuenta que mis palabras, aquellas que les dije, tienen mucho más valor del que pensé que tenía. Estoy aquí, Kim, siempre estaré aquí.
Cuando papá vuelve a la habitación, yo estoy recostado en la cama. Lo noto cansado, pero no le pregunta nada. Se ha quitado la barba, así que luce como diez años menos.
Seca un poco su cara, y luego me dice:
—No puedes quedarte acá todos los días. ¿Aún recuerdas lo de integrarnos?
Claro que lo recuerdo. Siempre me lo está diciendo: Estamos aquí para ayudar, no para que nos ayuden y no reciban nada de nosotros.
—Voy a anotarme en la clase de armas.
Lanza su pañuelo en la cama y asiente levemente.
—Siempre y cuando te guste.
—Lo hará.