6

1K 104 9
                                    

Al volver a casa, mamá gritó al ver el estado de papá.

Su labio inferior con una abertura. Parte de la cara roja que no tardaría en volverse en una marca morada. Un corte en la mejilla. Bueno, en pocas palabras, sea lo que sea que le haya pasado, lo cambió por completo. Lo hirió, no había duda de eso.

-¿Qué fue lo que ocurrió allí afuera? –Preguntó ella una vez que la puerta se cerró detrás de ella. A mí también me solía preguntar lo mismo cuando llegaba a casa llorando por algún problema en el colegio. Soy adolescente, es normal, ¿no?

-Solo pasé por alto el hecho de que este mundo se fue a la mierda. Ya no es lugar para gente débil.

-No has respondido me pregunta, Patrick.

-¿Qué es lo que quieres saber, Beatrice?

Papá se tiró en el sofá con aire de cansancio. Su mirada no tardaba en perderse en la nada, así que cerraba los parpados con mucha fuerza.

-¿Qué fue lo que ocurrió allá afuera?

-Había tomado un par de cajas de cereales, era lo único que había. Entonces, no lo noté, pero un hombre salió de la nada y me plantó en golpe en la cara. Traté de pararlo, pero, simplemente, no pude.

-Suficiente. –Dijo mamá- Kim, por favor, trae el maletín de primeros auxilios.

Y lo hice.

Mamá limpió las heridas, y le colocó un par de curas sobre los cortes.

Esa fue la última vez que salimos. Bueno, en realidad no fue la última para mí. No quería ponerme en plan de la chica rebelde, pero en serio necesitaba salir de casa. Así que, por las noches, escapaba de casa, solo para dar un pequeño paseo por el barrio o visitar a Ariadna.

Las calles se me hacían diferentes. Más silencio, menos personas. No era así en lo absoluto. ¿Qué estaba pasándonos? Me frustraba en mis salidas nocturnas. Se supone que lo hacía para despejar la mente, pero lo único que lograba era acumular mucho más rencor a las personas que nos hicieron todo. Odiaba todo por ser exactamente como estaba siendo. Odiaba al mundo. Estaba molesta incluso con mis padres, no sé cuál era el motivo, pero lo estaba.

Se nos venía el mundo arriba. Por lo menos, a mí se me vino mucho antes de lo previsto. Me golpeó con tanta fuerza, como si fuera una bala justo en el estómago. La realidad me dio un puñetazo en la cara. Ya estuvo.

Me levantó del suelo y se llevó a una isla perdida. La isla de mis recuerdos perdidos. La isla que había dejado atrás hace siglos.

Eso es lo que suelen hacer los malos momentos, te trasportan a los recuerdos. Te hace más doloroso el hecho de que tienes que despedirte. Empiezas a recordar la primera vez que visto a tu madre. La primera vez que sentirte amor. La primera vez que tuviste una mascota a la que amaste. El dolor te amarra a eso que no quieres soltar. Puede que lo haga para que luches, pero, a la final, lo único que hace es lastimarte.

Así que, mientras caminaba por las calles, pensaba en todo. Recuerdos que volaban mi niñez. Y, sin previo aviso, las lágrimas comenzaban a salir y yo tenía que colocar mi trasero en algún lado de la acera para desahogar todo mi dolor.

Ahora no soy así. Creo que hasta el miedo a la muerte he perdido.

Mi mayor miedo ya no es la muerte, mi mayor miedo soy yo misma. 

Fiebre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora